Manifestació de la Diada de este año.
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Bien, pues ya lo saben, eh: el independentismo está en las últimas, roto, desmotivado, en una crisis terminal. Según las ediciones de El Mundo, La Razón, Abc y El País del pasado domingo, la víspera se vivió una “Diada de mínimos”, una “Diada en decadencia”, “La Diada del desánimo”, con “División independentista y menos participación”. Para Societat Civil Catalana, fue “el funeral cívico de un proceso tóxico y agotador”, una “ceremonia de despedida”.

En cuanto al Govern de Pere Aragonès, este se encuentra -según dictamina diariamente la extensa coral de columnistas, editorialistas, viñetistas y otros Joaquines Luna del unionismo de nuestra tierra- escindido entre los dos partidos que lo integran, con consellers de un bando que discrepan sin manías de los del otro, en un clima de desbarajuste que nos ha hecho perder los 1.700 millones de euros previstos para la ampliación del aeropuerto. El PSC, por su parte, se muestra escandalizado que los independentistas, después de haber ganado las elecciones, sigan propugnando la independencia y no quieran “pasar página”. ¡Habrase visto!

En cambio, el sistema político-institucional español se encuentra, este verano de 2021, en un momento dulce de plenitud, esplendor y prestigio. Hace ocho días, sin ir más lejos, en un acto del máximo rango protocolario presidido por Felipe VI, el más alto representante del poder judicial -que tiene el mandato caducado desde hace más de mil días, pero vaya...- se permitió amonestar severamente al jefe del poder ejecutivo, el presidente Pedro Sánchez, por la concesión de los indultos a los líderes independentistas. Lo hizo desde una defensa escandalosamente corporativista de la cosa enjuiciada, despreciando la prerrogativa de gracia que posee el gobierno y con afirmaciones que, vistas en perspectiva histórica, estremecen: “La justicia no es, ni ha sido nunca, un obstáculo para la paz, sino el instrumento fundamental para salvaguardar el orden jurídico y, por lo tanto, la convivencia pacífica entre los ciudadanos”. ¡Y tanto! Que se lo pregunten, si no, a los condenados por el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo (1940-1963) o a los procesados por el Tribunal de Orden Público (1963-1977), el predecesor inmediato de la Audiencia Nacional.

El rey emérito en una imagen de archivo de 2019.

Y si el respeto por la división de poderes es escrupuloso, si la legitimidad de la cúpula judicial es máxima, ¿qué diremos de la institución monárquica? Por supuesto que el actual jefe del Estado no tiene nada que ver -solo es el hijo y el heredero, pero esto son tecnicismos genealógicos...-. Ahora, que quien encarnó durante cuatro décadas la monarquía restaurada (por Franco, está claro, ya sabemos que nadie es perfecto...), quien fue presentado como Juan Carlos el Democratizador, quien dicen que salvó las libertades el 23-F-1981, sea ahora un apestado político del cual la Fiscalía del Tribunal Supremo sospecha que ha sido un comisionista internacional, un traficante de influencias, un blanqueador de capitales y un defraudador a la hacienda pública, esto quizás sí que erosiona un poco -solo un poco- la imagen y la reputación globales del Reino de España, ¿no les parece? 

Como escribió ya hace semanas el notario López Burniol -un cultivadísimo amateur d'histoire-, solo ha habido un monarca español moderno que haya sufrido un descrédito y una condena morales comparables al caso de Juan Carlos I: su tatarabuela Isabel II, a quien los escándalos derivados de su conducta personal y de la corrupción que favoreció le costaron la pérdida del trono, treinta y seis años de exilio (cómodo, eso sí) y la muerte en el extranjero. ¿Será Abu Dhabi para el emérito lo que fue París para su antepasada?

De todas formas, hace falta no dejarse impresionar por estos detalles porque -cómo ya hemos dicho- el régimen español de 1978 disfruta hoy de una salud, de una estabilidad y de un vigor inmejorables. Vean, si no, el ejemplo del ejecutivo de coalición entre PSOE y Unidas Podemos que encabeza desde enero de 2020 el señor Sánchez Pérez-Castejón. A diferencia de aquello que ha pasado y pasa con los gobiernos catalanes Junts-ERC, en la Moncloa reina entre los dos socios una armonía perfecta, sin ni el más leve chirrido o chispa. ¿La subida del salario mínimo? ¿La creación de una eléctrica pública para frenar el incremento del recibo de la luz? ¿La retirada política del ex imprescindible y carismático Pablo Iglesias? Nada, anécdotas sin ninguna importancia.

Vaya, acabamos de tener un ejemplo cercano de la granítica cohesión del gobierno PSOE-UP. El pasado miércoles, la ministra de Transportes Raquel Sánchez comparecía en Barcelona y anunciaba la retirada del proyecto de ampliación de El Prat como si se tratara de un castigo bíblico por nuestra mala cabeza. Al día siguiente su compañera y formalmente superior de gobierno, la vicepresidenta Yolanda Díaz, visitaba la Ricarda en compañía de la alcaldesa Colau, y ambas se manifestaban llenas de satisfacción ante el fin de un proyecto “invasivo y depredador”, “incompatible” con los compromisos medioambientales del ejecutivo español. ¿Ustedes han oído a alguien vinculando a estas discrepancias social-podemitas la pérdida de los 1.700 millones? ¿Para qué, si se puede echar el muerto a los independentistas?

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