El marqués que siempre se equivoca

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Cayetana Álvarez de Toledo y Mario Vargas Llosa llegan a la manifestación de Colón

Sabemos de toda la vida que se puede ser un gran escritor, o filósofo, o historiador, o físico, y al mismo tiempo estar completamente desprovisto de inteligencia política. Como no soy crítico literario y, además, conozco poquísimo su obra, me abstendré de formular juicio alguno sobre el talento novelístico de Mario Vargas Llosa. En cambio, creo que su trayectoria ideológico-política ofrece un catálogo de meandros, contradicciones y errores verdaderamente excepcional.

En 1966 la revista cubana castrista Casa de las Américas publicó una encuesta sobre “El papel del intelectual en los movimientos de liberación nacional”, encuesta a la cual un Vargas Llosa de 34 años respondía: “Como hombres de cultura, nosotros los escritores latinoamericanos no tenemos nada que lamentar en la desaparición de un sistema que luchamos por destruir o reemplazar. [...] Las clases dominantes latinoamericanas han sido en el campo cultural tan ineptas, ruines e injustas como en la economía. [...] No tenemos pues nada que defender de ese sistema, del cual somos naturalmente adversarios y por cuya desaparición y reemplazo debemos luchar. [...] Y el sistema que reemplace al actual solo puede ser socialista”.

En coherencia con estas tesis, el escritor de Arequipa apoyó a las políticas socializantes del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas peruano encabezado por el general Velasco Alvarado (1968-75). Asimismo, durante la década siguiente reapareció transfigurado en fervoroso liberal, colaborador estrecho del presidente conservador Belaúnde Terry y enemigo jurado de las medidas nacionalizadoras de su sucesor Alan García. Fue en este contexto que en 1990 Vargas Llosa se presentó con maneras de salvador a las elecciones presidenciales peruanas, en las cuales fue ignominiosamente derrotado por un desconocido Alberto Fujimori, alias "el chinito de la suerte".

Hondamente herido en su ego, el autor de La ciudad y los perros emigró a España, obtuvo la nacionalidad y empezó a proyectar sus frustraciones peruanas sobre la política hispana. La primera apuesta de Vargas Llosa, en 1993, fue Alejo Vidal-Quadras –hoy una momia felizmente jubilada–, a quien obsequió con un prólogo donde comparaba “la normalización lingüística” con el sangriento genocidio” y cuya “injusta” caída lloró en 1996.

Ya firmemente instalado en el espacio de un españolismo cada vez más derechista, cercano a José María Aznar y a la FAES, en 2007 ejerció como padrino de lujo de Unión, Progreso y Democracia, partido que, como saben, sería otro éxito pasmoso. Con todo, el país natal no dejaba de reclamar su atención: después de la caída del siniestro fujimorato, Vargas Llosa se mostró favorable al presidente Alejandro Toledo (2001-06) y muy hostil al tibio izquierdismo de Alan García. Cuando en 2011 se planteó una segunda vuelta que podía ganar Keiko Fujimori –la hija del dictador ahora encarcelado–, quien ya era premio Nobel de literatura no dudó en apoyar al otro candidato, Ollanta Humala, líder del Partido Nacionalista Peruano y aliado con los comunistas. Se ve que el nacionalismo político, tanto nefasto en Catalunya, lo era mucho menos en el Perú...

En España, durante la última década, Mario Vargas Llosa ha deslizado suavemente desde UPyD hacia Ciudadanos (de acierto en acierto, vaya), sin alejarse nunca del PP, mientras se erigía en el principal paladín intelectual antiindependentista, special guest star de Societat Civil Catalana, agudo futurólogo (“el referéndum no va a tener lugar”, decía el 20 de septiembre de 2017), orador estelar de la manifestación unionista del 8 de octubre siguiente y autor de consignas tan ponderadas como eficaces: “El nacionalismo catalán es una ideología tóxica, una doctrina violentista, excluyente y, en última instancia, racista”.

Aun así, es en la política peruana donde el marqués (desde 2011) de Vargas Llosa ha obtenido sus éxitos más recientes y se ha autorretratado mejor, si olvidamos su presencia en la Plaza de Colón anteayer. Ya a mediados de abril pasado, y ante la segunda vuelta presidencial en el país andino, el Nobel y acreditado antifujimorista pidió el voto para la ultraderechista y procesada Keiko Fujimori como “mal menor” frente al maestro rural de izquierdas Pedro Castillo, descrito como una amenaza para la democracia y una especie de Stalin con poncho. Posteriores y cariñosas conversaciones telemáticas entre Mario y Keiko hacen pensar que el escritor veía en la candidata no un mal menor, sino todo el bien posible.

Sea como fuere, las cosas no han ido exactamente como Vargas Llosa deseaba. A pesar de un escrutinio interminable y denuncias de fraude que han mostrado la señora Fujimori como una discípula aventajada de Donald Trump, el próximo presidente de Perú será Pedro Castillo. ¿El secreto? Un 30% de pobres, la miseria del mundo rural, el racismo de las élites blancas, la tasa de mortalidad por covid más alta del mundo... Para el autor de La fiesta del Chivo debe de ser doloroso descubrir que, entre sus 30 millones de compatriotas americanos, la mayoría ni son marqueses, ni viven en las satinadas páginas de la revista ¡Hola!, del brazo de Isabel Preysler.

Joan B. Culla es historiador

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