Hay medallas que se ganan; otros se regalan. Las primeras premian el talento y el esfuerzo, en competición abierta; como las olímpicas (¡y paralímpicas!). Las demás, concedidas sin disputa previa, alaban méritos de mal apamar. La delmérito del trabajo, que otorga el ministerio del ramo, es la campeona del despropósito. Retrata a Españade charanga y pandereta(Lola Flores, Pantoja, Campos…) y de personajes como Koplowitz, al timón de FCC, el gigante del ladrillo salpicado de corrupción. O Díaz Ferran, expresidente de la patronal CEOE, que despejó viajes Marsans y dejó a los clientes con un palmo de nariz. A veces, el papelón es tan grande que toca dar marcha atrás. A Franco le retiraron en aplicación de la ley de memoria histórica. La medalla del presidente Macià parece igualmente errática. ¿Qué tienen en común un millonario como el dueño de Mango, el héroe bombero del incendio de Horta y Salvador Illa? Si nos fijamos en las medallas honoríficas de la Generalitat no está claro qué quieren enaltecer. Entre los premiados se encuentran entidades como La Caixa, el palo de pajar de las finanzasde nuestra casa, que se apresuró a trasladar su sede a Valencia cuando iban mal dados.
El autobombo no es exclusivo del pasado franquista. El Día de las Escuadras, los uniformados se hacen un homenaje colectivo y reparten medallas como si debiera acabar el mundo. Sólo en casos contados el reconocimiento liga con conductas de entrega o coraje más allá de lo que exige el mismo trabajo. No se explican las razones concretas para dárselas a alguien controvertido, como el juez del 1-O. Las condecoraciones militares también se despachan a raudales. Algunas sonpensionadas. Hay bufetes especializados en reclamar una condecoración o recorrer la concesión para asegurar el máximo beneficio. El distintivo rojo de la Guardia Civil implica un 15% del sueldo, vitalicio y libre de impuestos. Clama al cielo que, cuando se reconoció la contribución extraordinaria del personal médico durante la pandemia, las fuerzas armadas se apresuraran a recompensar al personal de Defensa por limpiar instalacionesestratégicas(operación Balmis).
Si algo tienen en común todas estas distinciones es el grado de discrecionalidad, con una falta de ponderación delmomentumque da heredad. A menudo se menosprecia el riesgo de honrar a personas e instituciones con más sombras que luces. No es lo mismo otorgar una medalla (la de oro de la Generalitat) a la abadía de Montserrat en 1997 –enalteciendo “la alta significación espiritual y cultural para la historia catalana de la comunidad de benedictinos que vive”– que reincidir en el 2024, como hará el Parlament. La polémica aprobación se hizo, para mayor inri, el día que la Conferencia Episcopal daba luz verde a su plan de reparación integral para los abusos sexuales, que no cuenta con la participación de las víctimas ni con supervisión independiente. Mientras encomiendan informes a bufetes de pago, los obispos demoran las compensaciones económicas. Quien día pasa, año empuja.
Montserrat no es una excepción en la nefasta gestión de los abusos en el seno de la Iglesia. No sólo los ocultó y encubrió durante décadas, sino que represalió a los monjes críticos. Coincido con elartículode Francesc Vilanova que sería justo y ejemplar otorgarle la medalla a los disidentes, como Hilari Raguer. Pero todavía puede ir más allá y hacer recaer el honor en los supervivientes de los abusos; por el coraje de exponer públicamente su cruda experiencia y por luchar por proteger a los niños, señalar a los responsables y compensar a los damnificados. Junto a otros valientes, como Alejandro Palomas (La Salle) o Jorge de la Mata (Jesuitas), deberían considerar especialmente a Miguel Hurtado. Al destapar su caso no sólo forzó a la abadía a reconocer la existencia de depredadores sexuales en la comunidad, sino a admitir la responsabilidad institucional.Cadena de silencios, lo llaman poéticamente. Los activistas, no los frailes, son los que han logrado ampliar los plazos de prescripción de los crímenes. O avanzar, a los no punitivistas, hacia una justicia con verdad, reparación y garantías de no repetición.
La Iglesia no merece reconocimiento público alguno. Mientras aprueba protocolos de poca monta, sigue negándose afrontar las causas profundas de los abusos. ¿Celebado obligatorio? ¿Modelo –masculino– de ministerio? ¿Represión del deseo? ¿Aversión a la homosexualidad? Quizás cuesta admitir, pero la Españade cerrado y sacristíano era sólo la del nacionalcatolicismo. Cataluña no ha sido diferente. Dar explicaciones al Parlament, como ha hecho la abadía, es un trance menor. Rascarse el bolsillo es otra cosa. Es ilustrativo contrastar la aparente humildad con la que pide perdón, por un lado, con los argumentos caducos por negar la indemnización a Hurtado, por otro. Cuestiona la gravedad de las secuelas y alega que el estrés postraumático no le impidió estudiar Medicina (!), al tiempo que pide que se aplique el baremo de los accidentes de tráfico. Valgame Dios. Más aún, según el testimonio del denunciante, los monjes intentaron una estratagema doble para tapar el escándalo: clásico, comprando el silencio, y emocional, para no trastornar al abad, ya viejito. Dios le da.
Los símbolos importan. Se infiltran en la memoria como la punzada de una avispa en la carne expuesta. Es por eso que se me ocurre que se podría aunar la cacerolada, convocada ante el Parlament para protestar por la maldita medalla, con elementos representativos. Quizá sería adecuado una ofrenda a San Félix Africano –la histórica parroquia ultra donde el párroco montaba orgías con monaguillos, mientras el vicario callaba– y muy conveniente, junto a la Ciutadella. Quizás con la entrega de aquellas medallitas de recuerdo que recibían los niños, disfrazados de marinero, de fraile o de playboy el "día más señalado", cómo cantaba Siniestro Total. Era la edad de la inocencia. “Eran los mejores tiempos. Eran los peores tiempos”.