Las agresiones homófobas son una realidad dolorosa e intolerable; cada vez que se producen, nos vemos obligados a poner el interrogante a toda descripción que pretenda presentarnos como una sociedad abierta y moderadamente civilizada. Decir que lo más triste de todo es la instrumentalización ideológica de estas agresiones sería demagógico y ofensivo: lo más lamentable, nos pongamos como nos pongamos, es que una persona tenga que sufrir cualquier tipo de agravio como consecuencia de su identidad sexual. Y, sin embargo, la utilización de estos fracasos colectivos para nutrir un discurso político es, por desgracia, habitual: hace unos días, cuando la noticia de un brutal ataque homófobo en el barrio madrileño de Malasaña nos ponía la piel de gallina, desde Vox no tardaron mucho en aprovechar la ocasión para vincular el suceso con la inmigración ilegal, una de las cabezas de turco preferidas de la formación de ultraderecha; aun así, cuando se supo que la agresión no se había producido, nadie salió a retractarse por haber caído en la demonización injusta de este colectivo.
Sea como fuere, la consecuencia más grave de esta falsa denuncia por agresión homófoba en Madrid es, por un lado, el descalabro emocional que sacude una sociedad que todavía estaba intentando digerir la conmoción y la indignación por el trágico episodio; un descalabro que tiene algo de paradójico desde el momento en el que, en pocos días, alguien pueda pasar de desear que la agresión de Malasaña no sea cierta a suplicar que, por favor, no sea mentira: las falsas denuncias, al fin y al cabo, tienen un efecto profundamente pernicioso en la percepción colectiva de las violencias motivadas por el odio o la discriminación, porque instalan una dosis letal de escepticismo que va en detrimento de la credibilidad de las víctimas reales y, de rebote, favorecen la creación de anticuerpos que inmunizan parcialmente a la población ante unas agresiones que nos ponen un gomet rojo como Humanidad.
El mal que una mentira como esta hace al colectivo LGTBI –que constantemente tiene que soportar diferentes formas de desprecio, discriminación y maltrato físico y psicológico– solo es comparable a los discursos que banalizan, cuestionan o ningunean descaradamente la proliferación de agresiones reales y cotidianas que tienen su origen en la homofobia y la transfobia. Cuando un hecho que apela de manera tan dolorosa y descarnada a la emoción resulta ser falso –la falsa víctima de Malasaña había mostrado incluso una marca terrible en la nalga, con la palabra maricón escrita con cuchillo–, existe el riesgo de reaccionar con una dosis añadida de anestesia a un suceso similar que se pueda producir en el futuro, hasta el punto en que algunas personas puedan acabar supeditando la empatía, la alarma y la solidaridad con las víctimas a la duda, el descrédito y la desconfianza. Un falso denunciante, por lo tanto, no solo abandona de manera muy vergonzosa el peldaño de las víctimas al mentir sobre temas tan sensibles, sino que las perjudica tantísimo que solo podemos situarlo, indefectiblemente, junto a los opresores.