En las elecciones presidenciales estadounidenses de noviembre también se votará sobre el cambio climático: una segunda presidencia de Donald Trump podría llevarnos a emitir 4.000 millones de toneladas más de dióxido de carbono en el 2030, que dejaría en nada los avances conseguidos con Joe Biden. En cambio, Kamala Harris estableció un récord de restricciones en los contaminantes cuando fue fiscal general de California.
Mientras tanto, el movimiento de Europa hacia la derecha y su complicada política de coaliciones están ralentizando la acción climática mundial. Mientras las democracias occidentales bregan con la creciente incertidumbre política, tal vez sean los mercados de capitales los responsables de salvar el planeta.
El sistema financiero ha quedado atrapado en el clásico dilema del prisionero: a cualquier institución le cuesta descarbonizarse si los demás siguen beneficiándose de carteras intensivas en carbono. Pero si todos los propietarios y gestores activos se comprometen a reducir las emisiones de CO₂ ya apoyar una transición climática justa que proteja a trabajadores, comunidades y consumidores, se podría crear valor a largo plazo y prosperidad para todos.
La verdad incómoda es que sin políticas climáticas robustas –como la fijación de precios del carbono y la eliminación de los subsidios a los combustibles fósiles para reasignar capital hacia las energías limpias– habrá pocos incentivos para la acción colectiva . En un mundo en el que contaminar es rentable, los inversores se verán tentados a apoyar a empresas con prácticas insostenibles, desplazando la carga de la transición energética hacia los demás y, en última instancia, creando una situación peor para todos.
A diferencia de lo que quieren los activistas, la acción climática no implica necesariamente que todo el mundo gane; una transición rápida (en una generación) comporta riesgos financieros y políticos –y oportunidades– que crean ganadores y perdedores a lo largo de la cadena de valor de las inversiones. La pregunta, pues, es si los principales poseedores y administradores de activos pueden encaminar los mercados hacia la dirección correcta para alcanzar los objetivos climáticos y generar rentabilidad financiera suficiente.
La respuesta es que sí, pero se necesitan tres grandes cambios estratégicos: en primer lugar, los inversores deben vincularse con las empresas más contaminantes en lugar de deshacerse de su participación. Las campañas de desinversión suelen provocar contraofensivas para proteger el sector de los combustibles fósiles, mientras que involucrarse en las empresas que más emiten y realizar un seguimiento de sus avances ofrece beneficios climáticos tangibles más allá de la descarbonización de las carteras.
En un estudio de 2023, por ejemplo, los economistas Kelly Shue y Samuel Hartzmark analizaron los datos de las emisiones de más de 3.000 empresas durante casi dos décadas, y encontraron que las marrones (con altas emisiones) generan, de media, 261 veces las emisiones de las verdes, más ecológicas. Esto sugiere que el impacto ambiental de la reducción del 1% en las emisiones de una empresa petrolera o gasística es mucho mayor que la reducción a cero de las emisiones netas de empresas tecnológicas o bancos. A medida que aumentan las tensiones geopolíticas, y la producción nacional de combustibles fósiles es cada vez más fundamental para la seguridad energética y su asequibilidad, los responsables de las políticas deben tener en cuenta esta información.
En segundo lugar, los inversores deben procurar reducir las emisiones de forma activa, en lugar de invertir pasivamente en sectores poco intensivos de carbono. Como hemos visto en los últimos años, los fondos negociados en bolsa y centrados en inversiones ambientales, sociales y de gobernanza no sólo tuvieron un rendimiento inferior al del mercado, además fueron incapaces de acelerar la acción climática.
Por otra parte, ha quedado muy claro que los gigantes tecnológicos como Meta (Facebook), Apple, Amazon, Netflix y Alphabet (Google) tienden a dominar los fondos de inversión en acciones sostenibles (aunque a primera vez de ojo pueden parecer ecológicos, las investigaciones muestran que al alejar el capital de las empresas con más emisiones, privaron sin querer a sectores críticos de los recursos que necesitan para invertir en la transición hacia las energías limpias).
Por el contrario, los fondos activos enfocados a alentar a las empresas a descarbonizar pueden impulsar la acción climática canalizando inversiones hacia sectores como los de las energías renovables y la gestión de residuos. Un claro ejemplo es el Plan de Acción Climática de 100.000 millones de dólares lanzado por el sistema de pensiones de trabajadores públicos de California, que procura mejorar la producción de cemento y renovar las instalaciones a combustibles fósiles.
Además, no hay mucha evidencia que señale que simplemente para descarbonizar una cartera se reduzcan las emisiones de gases de efecto invernadero. Para apoyar la transición hacia las energías limpias, los inversores institucionales deben acercarse tanto a las empresas más contaminantes como a las que menos contaminan, e incentivar a las empresas intensivas en carbono a publicar informes sobre las emisiones para mitigar l impacto negativo de las actividades sobre sus valuaciones bursátiles. Dado que el desplazamiento hacia una economía poco intensiva en carbono requiere una inversión significativa a largo plazo, los inversores institucionales también podrían dirigir capital hacia las tecnologías emergentes, como la aviación sostenible y la energía nuclear segura.
Finalmente, los inversores deben aprovechar las oportunidades únicas que las políticas climáticas nacionales débiles abren en los mercados; según la Agencia Internacional de la Energía, las inversiones en energías netas superarán los 2 billones de dólares en 2024: aproximadamente el doble de la inversión en combustibles fósiles.
Ciertamente, un segundo gobierno de Trump podría poner en riesgo la ley de reducción de la inflación (IRA, por sus siglas en inglés), una legislación relevante del gobierno de Biden. Pero la desaceleración de la inversión verde puede evitarse, dado que los incentivos del IRA –entre ellos, 369.000 millones de dólares en beneficios impositivos y subsidios para las energías limpias– recibieron el apoyo de los votantes, inversores, empresas, funcionarios estatales y locales, e incluso algunos legisladores republicanos. El impacto del IRA –que catalizó inversiones en energías limpias por 240.000 millones de dólares en el primer año– no debe ser ignorado.
Aunque las inversiones verdes permiten a los inversores institucionales navegar la volatilidad interna, ayudan en la lucha contra el cambio climático y generan rendimientos, hoy en día los mercados de carbono –que no están regulados– pueden dar la impresión de que las empresas, en vez de descarbonizarse de forma significativa y beneficiar así a las comunidades locales, prefieren compensar las emisiones. Las campañas lideradas por expertos climáticos y financieros, como el Integrity Council for the Voluntary Carbon Market [Consejo de Integridad para el Mercado Voluntario de Carbono], podrían desempeñar un papel crucial en la fijación de normas para los créditos de carbono y la conservación de la integridad de los mercados, contribuyendo así a aumentar la escala de esa herramienta fundamental para la financiación climática.
Independientemente del clima político, en 2024 se encamina a romper el récord del año más caluroso, que ostenta en 2023. En una economía que valora la rentabilidad financiera por encima de todo, es natural que cada empresa se centre en sus beneficios, pero al hacerlo en exceso, se pierde de vista el impacto catastrófico de los acontecimientos climáticos extremos cada vez más frecuentes, como huracanes, inundaciones e incendios descontrolados.
A medida que se intensifiquen los trastornos relacionados con el clima, los grandes inversores institucionales estarán en una posición privilegiada para liderar la transición verde manteniendo, de todas formas, la rentabilidad financiera y acercándonos así a los objetivos de emisiones fijados en el acuerdo climático de París de 2015. Es el momento de que los mercados se pongan a la altura de las circunstancias y ayuden a ganar la batalla que define de nuestro tiempo.