Y de repente apareció Javier Milei en la maltratada, incomprensible y siempre decepcionante política argentina. De hecho, ya no es tan nuevo. Una versión arrebalera de la nueva extrema derecha que campa y amenaza por todas partes y de la que es una de las versiones más trastornadas y amenazadoras. Hace unos años que construye su personaje y los actos multitudinarios en teatros de Buenos Aires lo han convertido en una especie de líder pop del que a la gente, más que el fondo de lo que dice, le atrae su provocador estilo. Estrafolario, ególatra, histriónico y desagradable, ha hecho suyo un discurso liberal de los más extremos que pueden oírse en el ámbito público. Se reclama anarcocapitalista y sus influencias doctrinarias serían el economista Milton Friedman y la Escuela de Chicago, donde también se formó. Desde el punto de vista cultural es un auténtico seguidor del individualismo límite de la pensadora rusa Ayn Rand y su secta californiana de acólitos. Defiende medidas extremísimas como la liquidación del Banco Central, la dolarización de la economía, la eliminación de cualquier política social. Todo en manos del mercado desregulado y un estado solo responsable de la fuerza de cara a contener y disciplinar a una sociedad que no tendría más posibilidades que la revuelta. Como algunos políticos españoles similares, cree que el concepto "justicia social" es un invento de la izquierda para justificar el resentimiento social de los fracasados. Está, curiosamente al ser tan liberal, contra el aborto y la igualdad de género. Todo en el mercado y nada fuera de él, sea la salud, el tráfico de órganos, de drogas, de criaturas, la prostitución. ¡Un filántropo!
Aunque sea una traducción enloquecida de la nueva extrema derecha que recorre el mundo, está adquiriendo un anclaje entre los sectores sociales más débiles de Argentina, así como en pequeños sectores de las élites a las que les gusta oír malhablar del estad. Esa derecha que llamamos iliberal –porque fascista no la describe adecuadamente– provoca un efecto balsámico en aquellos sectores sociales más excluidos que, sobre todo, están resentidos y se sienten humillados por unas políticas que siempre les son contrarias y en una época en la que no se vislumbra ningún futuro: trabajo escaso o inexistente, salarios de miseria, el ascensor social que solo parece funcionar en sentido descendente y ningún proyecto político que les dé esperanza. Nada por lo que luchar en un mundo profundamente individualista y competitivo. El discurso extremo no es que resulte más creíble, pero suena rebelde, permite ser políticamente incorrecto, representa lanzar un grito, hacer una gamberrada contra el “sistema”. Un liderazgo claro, un sentido de grupo, una explicación simple y comprensible aunque falsa, un pequeño confort en medio del sufrimiento y la desolación. Que en Argentina sea todo más extremo, hiperrealista, tiene que ver con que la situación económica y social del país es trágica. Un 150% de inflación interanual, devaluación constante de la moneda, condiciones de vida que han empeorado, y mucho incluso para los profesionales, empleados y funcionarios que formaban la deteriorada clase media. Debajo, los niveles de exclusión y las expresiones de pobreza absoluta resultan brutales. Los dos bloques políticos irreconciliables –Macri y el kirchnerismo, para entendernos– no tienen ningún proyecto más allá de ocupar el poder en un país hipotecado por la deuda externa, la desindustrialización y la demencial corrupción política. Las medidas socialmente paliativas y clientelares de los gobiernos del peronismo ni resuelven ni pueden esconder que ese movimiento político ha resultado una condena para ese país.
Esta dinámica política se produce casi en todo el mundo. Falsos dioses que aseguran la redención si se les entrega el alma, prometiendo imposibles. Una salida, no sé si temporal, para un capitalismo que genera una desigualdad social que ya no puede manejar y contener la derecha clásica. El fascismo en los años treinta del siglo pasado, aunque en circunstancias no exactamente coincidentes, también desempeñó esta función. Ahora lo hacen Trump, Meloni, Bolsonaro, Díaz Ayuso, Orbán o Le Pen. Están por todas partes. Se diferencian en el tono en función de las condiciones materiales y por defender políticas económicas bastante diferentes. Unos son extremadamente ultraliberales y dicen que la liberación del mercado de las garras del estado transformaría radicalmente las cosas, la mayoría. Los demás defienden políticas proteccionistas y apelan a volver a construir una administración estatal protectora, como ocurre en Francia o Italia. No es un tema estratégico menor. De hecho, la reciente división de Vox tiene que ver con esta disyuntiva. El problema de que haya electores dispuestos a votar perturbados ante la desesperación, que les atraiga el abismo posdemocrático, no debería llevarnos a su descalificación. Habría que analizar y entender las causas, los motivos de tanta frustración y desesperanza. Hacer un proyecto político que repare y supere la situación. Y recuperar su confianza.