Sin caer en el tremendismo, la situación del catalán es preocupante. No sólo por los datos negativos que se desprenden de la reciente encuesta del CEO, ya que éstas responden a la percepción subjetiva de 2.700 personas encuestadas, sino porque los datos sociolingüísticos reales corroboran que no se puede hacer vida íntegramente en catalán. Basta con ver las situaciones de discriminación lingüística en el comercio digital denunciadas por la Plataforma por la Lengua y de las que se hacía eco este diario: "Si no me dices el DNI en castellano no te podré dar el paquete". Esto se debe a múltiples factores, algunos tan inexorables como el demográfico. Aquí no hay más remedio que las administraciones (todas) faciliten el aprendizaje tanto en las aulas de acogida como a escala curricular de los niños y jóvenes, sin descuidar la oferta de cursos del Consorcio para la Normalización Lingüística.
Ahora bien, al igual que gran parte de la “vieja inmigración” entendió que el catalán era un factor de integración social y profesional de primer orden, los recién llegados también deben ver la utilidad y el prestigio de nuestra lengua . Y esto empieza porque los propios catalanohablantes no cambien al castellano de entrada en las interacciones sociales. ¿Cuántas veces nos ha sorprendido que alguien a nuestro lado se dirija a un camarero en castellano, simplemente porque es negro –no “racializado”, que diría Najat El Hachmi–, ¿aunque resulta que ha sido escolarizado en catalán? ¿Cuántas veces el dependiente catalanohablante de un establecimiento o alguien que nos atiende telefónicamente se nos ha dirigido por defecto en español? ¿Cuántas veces los que somos docentes nos damos cuenta de que nada más terminar la clase el alumnado pasa al castellano sólo porque unos pocos son monolingües castellanos?
Mis padres eran de la generación en la que se cambiaba de lengua “por respeto” a su interlocutor castellanohablante. Hoy dirían que por "evitar problemas", como dice la encuesta del CEO. Pero ellos, aunque vinieron de fuera de Catalunya, abrazaron la lengua en breve. Y eran otros tiempos: sufrieron la prohibición y la postergación del catalán en el ámbito doméstico. Hasta cierto punto, su lógica era la del almizcle. Pero hoy en día esto no tiene razón de ser. No me refiero, claro, a la burguesía castellanizada, de apellidos catalanísimos y onomásticos castellanísimos (un conocido abogado penalista que se confesó trilingüe defendía el otro día en la radio pública que cambiar al castellano era un signo de cultura y de buena educación) . Tampoco me refiero a los venidos de fuera hace 20 o 30 años que todavía no hablan un borrador de catalán (algunos incluso no lo entienden). Son exponentes de un cierto autoodio o de acomplejamiento. Yo me refiero a la gente normal, que emplea el catalán cotidianamente en su entorno familiar o profesional, aunque no les falta tener que cambiar de lengua cuando alguien no los comprende. Su militancia lingística es vital. No es suficiente con la labor de Òmnium o de Plataforma por la Lengua. Se necesitan campañas de sensibilización más allá de las habituales lamentaciones. Campañas como De entrada en catalán o No me cambies la lengua han sido producto de un voluntarismo alentador, no de una acción institucional decidida.
Otra cosa es que esta diferencia abismal entre el 53% de los catalanohablantes que asegura poder mantener el catalán permanentemente y el 83% de los castellanohablantes que hacen vida siempre en castellano se debe a otros factores, que no analiza la encuesta. como la globalización que ha encaramado al inglés o al castellano como lingua franca. Empezando por las industrias culturales y terminando por las redes. Otros son estructurales, como el hecho de que después de más de cuarenta años de democracia se evidencia más que nunca la asimetría del modelo lingüístico constitucional, como demuestra la escasa presencia y promoción de la diversidad lingüística a nivel estatal, al margen de que el plurilingüismo esté presente en el Congreso o en algunos documentos oficiales o espacios web institucionales. O al margen de la nueva ley, publicada este jueves en el BOE, que permitirá utilizar el catalán en todos los juzgados de España.
Se trata de un avance, claro, pero todavía queda mucho camino por recorrer. Sólo hace falta pensar en el Tribunal Constitucional (TC), cuya doctrina ha ido evolucionando a marchas forzadas hacia una progresiva "desoficialización" de las lenguas distintas del castellano. La sentencia del Estatut, que es la madre de todas las batallas, como demuestra el conflicto del 25% de castellano en la enseñanza, declaró que la prevalencia del catalán en los ámbitos públicos, sobre la base de que es la lengua propia del país, rompe el "equilibrio inexcusable" entre las dos lenguas oficiales, y que la política de impulso y fomento del catalán (la “normalización lingüística”), tendente a corregir situaciones históricas de desequilibrio, ya no tiene razón que ser más que con medidas "proporcionadas". En fin. Llegaron a la conclusión de que es el castellano el que está en minoría y amenazado. El mundo al revés. Esto pide cambiar leyes, pero también estrenar nuevas mentalidades: no bajar la guardia y una militancia insobornable.