Toda la vida me he relacionado con otras mujeres sin que se me ocurriera clasificarlas por su tono de piel, pero de un tiempo a esta parte se ha impuesto la idea de que las diferencias externas son más relevantes que lo que tenemos todas en común: la categoría ahora reaccionaria del sexo. Aunque antropólogos y biólogos impugnaron este concepto, la raza ha vuelto con más fuerza que nunca para catalogar a las personas como perros. Claro que no se habla de raza sino de racialización, que vendría a ser la construcción que el hombre blanco (cis heteronormativo, no me olvido) ha hecho de los hombres y mujeres que no lo son. De este modo, en la manía por la corrección del lenguaje (descanse en paz Carme Junyent, que denunció el delirio de atribuir a la gramática todos los males de nuestro tiempo), se nos insta a utilizar continuamente la palabrota indigerible de racializado/da. Ida los barrios con mayoría de población inmigrante y preguntad a los que viven ahí si les parece bien ser llamados con este participio. Os mirarán como si les hablaseis en una lengua extranjera, que es lo que es en realidad esta jerga académica cada vez más alejada de la realidad, incluso de la realidad por la que los emisores del mensaje dicen estar tremendamente preocupados.
De entre todas estas palabrotas inventadas la que me hace más gracia es la de mujer blanca. Se ha instalado en nuestro entorno y yo tengo que encontrarme cada dos por tres con compañeras mías de sexo que me recuerdan, sin que venga al caso, que ellas son más lechosas que yo. O sea, que yo soy más morena que ellas, algo que suelo olvidar con facilidad en mi día a día. Sí, sí, ya sé que mujer blanca se refiere a privilegios y no al tono de piel, pero es que esta denominación es ridícula aplicada a nuestra realidad, es una importación que dificulta aún más la conceptualización de las diferencias y desigualdades porque mujer blanca o mujer de color son términos que surgieron de una sociedad muy distinta a la nuestra, la sociedad norteamericana marcada por la experiencia traumática de la esclavitud y la segregación. Ya sé que este lenguaje cuesta una fortuna porque las que lo utilizan lo adquirieron en un carísimo máster de gender studies de una universidad extranjera, pero que no nos lo hagan pagar a las que nada tenemos que ver con ello, que no tenemos ninguna culpa.
La última curva de esta espiral que se va cerrando en sí misma es la de las mujeres blancas que escriben sobre las mujeres blancas, como si ellas no tuvieran nada que ver con ellas, en lo que es una extraña disociación para redimirse de una condición que ahora tiene mala prensa (por privilegiada, colonizadora y opresora). Como no quieren ser acusadas de todos estos pecados originales se apresuran a citar a autoras que les aporten un poco de color, pero se van lejos porque, aunque escriben desde aquí y opinan sobre mujeres de aquí, no conocen más que Audre Lorde o Angela Davis y no saben quiénes son Fatima Mernissi o Nawal El Sa'dawi. Se diría que en la cuenca Mediterránea, ni en el sur ni en el norte, no hay ninguna autora que haya investigado sobre feminismo, y por eso se han perdido voces tan interesantes como Sophie Bessis o la contundente Wassyla Tamzali y no tienen ni idea de cómo se juegan la piel activistas como Ibtisam Betty en Marruecos. Que nunca hagan ninguna referencia a las reivindicaciones de las iraníes o afganas o las exmusulmanas europeas solo obedece a una tozuda y voluntaria ceguera. Lo que, de hecho, sí las convierte en las temidas “mujeres blancas occidentales opresoras y colonizadoras”, por una indiferencia elegida desde, ahora sí, una situación de privilegio. Ellas dicen que lo hacen para no ser excluyentes y "racializadoras" pero el resultado es, una vez más, que se ponen junto al poder patriarcal de siempre.