“Un millón de desplazados en Líbano...”, leo en el AHORA. Y es una cifra que si bien puedes asumir (entender) si te hablan de usuarios de internet, de compradores de discos, de turistas que visitan una ciudad, eres incapaz de asumir (entender) si te hablan de personas que ahora no tienen casa ni destino. ¿Cuántas sopas envasadas serán necesarias, cuántos medicamentos para cuántos diabéticos o hipertensos, cuántos dalsys y apiretales ¿para aquellos bebés que, de repente, cogen una fiebre?
¿Cuánto pan, cuánta leche, cuántas mantas? Pero quizás ningún ventilador, claro, y quizás ningún juego o ninguna revista, porque hay cosas que se consideran superfluas y sólo se entienden en tiempo de paz, signifique lo que signifique esto. Nadie enviará salmón ahumado o piña o refrescos a los desplazados, aunque pueda costar lo mismo que el jamón dulce o la naranja o el café, porque hay cosas que moralmente no son aptas para la caridad. Y no nos engañemos. Podemos llamarlo ayuda por dignificarlo, pero es caridad. Ellos no tienen guarida, ahora, y no se pueden abandonar al sueño después de haber leído o mirado el móvil como nosotros. Deberán dormir donde puedan, vigilando a los mayores, con un ojo medio abierto, por si alguien –otro desplazado– quiere saquearlos, violarlos, matarlos. Tendrán que luchar por la comida, como en una especie de buffet libre siniestro, donde el más fuerte conseguirá el saco de alimento y lo repartirá como desee. Haberlo perdido a pesar de tener hambre nos vuelve allá donde estábamos: a la salvaje primitivo.
Nosotros, asombrados, leyendo las noticias, también nos encogeremos, pero de otro modo. Sentiremos que es inmoral a estas alturas gastar en colonia, flores, restaurantes, teatro o viajes. Recordaremos los dibujos animados de cuando éramos pequeños. Aquellos pueblos idílicos, como el de los pitufos, donde todos eran amigos y tenían trabajos sin competencia y el malo era ridículo y torpe. Me miro mi casa. ¿Un millón sin casa?