La muerte, este jueves 8 de septiembre, de la reina Isabel II supone un cambio de época para el Reino Unido. Otro. Pocos años después del Brexit, que también ha marcado un antes y un después en la historia británica, la desaparición de su monarca más longeva después de 70 años en el trono vuelve a sacudir un país inmerso en tiempos convulsos. Solo hay que recordar que hace apenas unos días hubo un relevo en Downing Street, que ahora tiene una nueva inquilina, la primera ministra tory Liz Truss. Al clima de inestabilidad política y social debido al mencionado Brexit, de la pandemia del covid, de la guerra de Ucrania y de la subsiguiente crisis energética, se suma ahora la despedida a Isabel II, que no por anunciada deja de suponer un shock. Parecía que tendría que durar para siempre jamás. Se había vuelto un icono, el último y más seguro referente institucional e identitario para los británicos, que de golpe quedan algo más huérfanos. El impacto popular de su desaparición es innegable.
La reina que vivió un resurgimiento de su popularidad mundial gracias a la serie de Netflix The Crown deja sin duda un vacío en su país, pero también a escala mundial. Si había una personalidad que encarnaba la vieja institución monárquica, era ella. A pesar de las continuadas polémicas y los escándalos que han rodeado a su familia, la personalidad de Isabel ha aguantado casi a solas el edificio institucional: su extraordinaria continuidad, su capacidad de adaptación, su sobria dignidad, su apacible seriedad, su neutralidad exquisita y a la vez su implicación con la misión vital que le tocó han hecho posible superar el anacronismo que representaba. La monarquía parlamentaria británica ha pivotado a su alrededor y se ha vuelto, sin duda, modelo por antonomasia. Los índices de aceptación de su figura han sido altísimos a lo largo de las siete décadas en las que ha reinado.
Si su tatarabuela, la reina Victoria, dio nombre a una época, la victoriana, no es exagerado pensar que, en medio de tantos cambios sociales y políticos, Isabel también pasará a definir un tiempo en su tierra, el que va del fin de la Segunda Guerra Mundial al post-Brexit, de la descolonización y, por lo tanto, el fin del Imperio Británico a la lenta consolidación de una Europa unida y en paz que, coincidiendo con el ocaso de su reinado, ha empezado a tambalearse.
Su hijo y ahora rey, Carlos III, no lo tendrá nada fácil. Hereda un trono sentimentalmente muy connotado por la estima ciudadana a su madre, y hereda, a su vez, un país en horas bajas, profundamente dividido por la separación política de Europa, con un futuro económico y social incierto y con la tentación escocesa de retomar el camino de la independencia. Mientras todo se tambaleaba, Isabel ha sido una especie de mesa de salvamento: siempre estaba y conjuraba todas las contradicciones y tensiones. Era una reina que representaba el pasado, pero que paradójicamente se había sabido adaptar siempre al futuro, navegando con seguridad por todos los cambios. Ahora habrá que ver cómo resiste el Reino Unido al cambio que supone su muerte.