De la muerte de la lengua

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Las Ramblas de Barcelona sin gente esta mañana

Existe una cierta conciencia colectiva catalana que se complace en la fantasía morbosa de la propia extinción. Esto puede observarse de forma particularmente aguda en el debate sobre la lengua catalana, que ya casi no puede plantearse sin una consideración previa que deje bien establecido que el catalán ha iniciado el camino de la desaparición. No son pocos los que ponen incluso plazo a la muerte de la lengua, fijándolo en una generación, dos o tres, con un diagnóstico muy posiblemente construido sobre los comportamientos lingüísticos que hayan detectado recientemente a su alrededor. Sugerir que tal vez cantar las exequias del catalán sea ligeramente apresurado, y con toda probabilidad contraproducente, suele merecer una respuesta displicente, o directamente algún tipo de descalificación. El debate sobre la lengua también se ha polarizado, más o menos en los siguientes términos: la lengua muere, y quien lo niegue es un iluso, o, peor aún, un colaborador –más o menos consciente y voluntario – en esta muerte. A menudo, la imagen de la muerte de la lengua se une con la de la muerte del país, a fin de hacer más completa y tenebrosa la pintura: los catalanes enmudecen, se extinguen en un rincón de la historia y desaparecen sin más más.

Pero se trata, como decíamos, de una fantasía. Tan ilusorio es dejarse llevar ahora por la idea de la propia desaparición como hacerlo, hace siete u ocho años, por la constitución de una nueva República que debía ser, como en el poema de Espriu, culta, rica, libre, desvelada y feliz. Son las dos caras de un mismo sueño, sólo que producido en forma de arcadia feliz o de pesadilla. En ambos casos han sido abundantes, y sonoras, las voces del que se han recreado hasta la delectación. Ni cuando soñaban con ser los campeones del mundo libre, ni ahora que les gusta transmitir la idea de ser un país victimizado y decadente que enfila la fase terminal de su historia, admiten, por supuesto, ningún matiz a sus augurios. Si acaso se produce una competición para ver quién repite el mismo tópico a un volumen más estridente, a menudo para hacerse notar más que el de al lado.

El catalán es una lengua minorizada que sufre los efectos de la bilingüización con una lengua mucho mayor, en un estado que le va en contra y en un contexto de globalización que es hostil a la diversidad lingüística, con importantes cambios demográficos. Todos estos son factores que forman parte de los procesos de sustitución lingüística, un peligro del que no está exento el catalán (nunca ha estado). Ahora bien, es también una lengua europea –es decir, perteneciente al Primer Mundo–, con instituciones, sociedad civil, academia, universidades, enseñanza pública y privada, medios de comunicación, fuerte presencia en las redes, un cultivo literario tan noble y abundante como se quiera, y, sobre todo –sobre todo– millones de hablantes activos y, digamos, conscientes del conflicto lingüístico en el que viven. No es situación idílica, pero está lejos de ser terminal. Y pide ser abordada con serenidad y frialdad de cabeza, no con aspavientos, gesticulaciones y palabrería.

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