Con los apellidos de sus abuelas, Carme Colomina Saló firmaría Carme Dausà López.
VIOLENCIAS. Ahora hace justo un año, en pleno estallido global de la pandemia, el gobierno de Malasia puso en marcha una campaña con recomendaciones a las mujeres del país sobre cómo comportarse durante el confinamiento: sin “molestar” a los maridos, evitando el “sarcasmo” y no hablando demasiado fuerte; pero, eso sí, era conveniente que fueran muy maquilladas y arregladas para estar por casa, para contribuir al buen ambiente familiar. La compra de los productos de primera necesidad se tenía que dejar en manos del “cabeza de familia”. En cuestión de días la protesta en las redes sociales fue tan masiva que el gobierno tuvo que salir a pedir perdón y la ministra de Mujer y Familia acabó dejando el cargo.
Internet viralizó la indignación contra la mentalidad patriarcal en un país donde el 97% del personal de enfermería son mujeres y donde los expertos habían advertido de que el confinamiento aumentaría el riesgo de violencia de género.
No es un caso aislado. La pandemia ha contribuido a volver a encerrar a las mujeres en una esfera privada donde todo es posible, y donde son más vulnerables. Tres mil millones de mujeres viven en países del mundo donde la violación dentro del matrimonio no está considerada delito. Pero tampoco es excepcional el altavoz que han proporcionado la redes sociales y el hecho de que las mujeres son un factor de cambio social en todo el mundo. En Sudán o en Kenia, en la India, en Chile o en México. Movilizaciones contra los feminicidios, contra la violencia sobre los derechos reproductivos de las mujeres o contra las desigualdades laborales se han viralizado y han acompañado la protesta de un sentimiento de lucha compartida y global.
El feminismo está vivo. Tanto que una parte de la derecha radical intenta hacer del negacionismo de la violencia de género una nueva muleta ideológica sobre la que construir otro desafío.
AUSENCIAS. Menos de un 10% de los países del mundo están liderados por mujeres (que gobiernan solo al 4% de la población mundial). En el mundo de la inteligencia artificial solo un 22% de las programadoras o desarrolladoras son mujeres. Son los hombres los que diseñan un nuevo mundo digital pensado para los hombres.
También el poder simbólico y cultural está masculinizado. Las mujeres están infrarepresentadas en la dirección de grandes producciones cinematográficas, o en la programación, el diseño y el protagonismo de los videojuegos. Nos tenemos que ver estereotipadas en determinados programas de televisión; reclamando espacios en el debate y en el pensamiento.
Todavía hay administraciones que optan por la invisibilización, y por espacios públicos y políticos que mantienen estas discriminaciones estructurales. Son las “democracias mutiladas”, como las denomina Daniel Innerarity, regidas por la lógica de la soberanía y no por razones de interdependencia humana.
MIRADA. Pero no se trata de cambiar únicamente las estructuras de acceso al poder, o a la representatividad en la esfera pública. Hacen falta cambios en las construcciones sociales que han perpetuado prácticas, abusos, imposiciones o violencia, porque las desigualdades brutales continúan.
Cuando en 2014 Margot Wällstrom, ministra de Asuntos Extranjeros de Suecia, oficializó que su país tendría una política exterior feminista, ya insistió en la idea de la interseccionalidad, de las conexiones, de cambiar la aproximación para mirar los problemas de manera diferente. No basta con combatir la discriminación machista sin reconocer simultáneamente el racismo, el clasismo o todas las formas de opresión superpuestas. Lo que hay que transformar es cómo entendemos el poder, y cómo se ejerce.