A nadie le importa Afganistán

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“En solidaridad con el pueblo afgano y especialmente con las mujeres en garantía de sus derechos, el Ayuntamiento de Madrid iluminará esta noche la Cibeles con los colores de la bandera de Afganistán.”. Este fue el tuit (redacción deficiente incluida) que publicó este lunes a media tarde el alcalde de Madrid, el incomparable Martínez Almeida. No sé como debió de lucir Cibeles: la actual bandera de la Afganistán (la adoptada por el gobierno dicho “de transición” que ha gobernado hasta ahora, hasta la fuga del presidente Ashraf Ghani) tiene una franja verde, una roja y una negra. Para completar el homenaje a esta bandera, Almeida tendría que haberse asegurado de proyectar también la shahada, la profesión de fe que repiten cada día los musulmanes en sus oraciones (“No hay más divinidad que Dios [Alá], y Mahoma es el enviado y mensajero de Dios”), puesto que figura muy visible en el escudo de armas.

En cualquier caso, la ocurrencia del primer edil madrileño es representativa, por su falsa solidaridad descarada, de la hipocresía que se extiende estos días en toda Europa y América en relación con un país ya destruido unas cuantas veces, por las propias élites dirigentes y por las externas. Las interpretaciones que se hacen desde aquí (aquí es Europa, y también es Catalunya, o Mallorca) son casi siempre tergiversadas, utilizadas para atacar o defender cualquier otro interés de índole más doméstica (los asuntos internacionales interesan casi siempre en la medida que permiten referirse, aunque sea por conexiones bien retorcidas, a otros asuntos más cercanos). La derecha española, por ejemplo, aprovecha los talibanes para criminalizar entera a la población musulmana, y también para comparar la intolerancia talibana con las ideas de sus adversarios democráticos, sean la izquierda, el feminismo o el independentismo. Ciertos progres sienten un placer sin medida ante una nueva derrota de los EE.UU. que acaba en fuga desordenada, y ciertos sectores del independentismo sienten la necesidad de defender la democracia norteamericana y el orden mundial que representan porque ven un patriotismo como a ellos les gusta. Mientras tanto, si queremos pensar en un régimen dictatorial que anulara la vida de las mujeres, solo tenemos que recordar el franquismo, que Almeida y su partido no quieren acabar nunca de condenar.

Por el resto, es cierto que, como siempre que los EE.UU. “traen la democracia” a algún lugar, este lugar acaba en una total derrota. También es cierto, aun así, que en los últimos veinte años no solo los yanquis han ido a depredar el Afganistán, sino también prácticamente toda la Unión Europea, incluida —naturalmente— España. Es cierto que las débiles esperanzas que pudieran tener las mujeres afganas acaban de desaparecer (como desaparecieron aquí las ilusiones y los proyectos de centenares de miles de personas cuando los militares falangistas hicieron suyo el poder). Y es cierto que podemos temer todos una nueva ofensiva del yihadismo, y entonces quizás a estos que les hace tanta gracia la derrota americana se les pasará la risa.

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