5 min
Tumbas de los soldados muertos en la invasión turca de 1974 en el cementerio militar Tymvos Macedonitissas en Nicosia, Chipre.

«Ser verdaderamente radical
es hacer la esperanza posible,
no la desesperación convincente» 
Raymond Williams

La Iglesia, más bien reconvertida en pasoliniana parroquia de barrio, estaba llena a rebosar. Un viernes de otoño, por la tarde y junto al centro de Barcelona, ​​donde los escaparates de la vanidad se llenan de todo para ofrecer nada. Y no, no se oficiaba –o sí, vete a saber– y no había luces de Navidad todavía. Fue el pasado viernes. En la calle Caspe, en el Sagrado Corazón de Jesús. Síntesis del diálogo, charla y encuentro con el sociólogo vasco Imanol Zubero: el capitalismo no sólo mata cuando no funciona, mata sobre todo y de forma regular cuando funciona a todo trapo. De eso se hablaba: de dónde estamos –diagnóstico– y cómo salir –caminos y alternativas–. Panorámica general, el último libro de Nancy Fraser se titula, tal vez de forma redundante, Capitalismo caníbal. Un adjetivo que se suma a la larga lista de epítetos con los que muy distintas voces de ideologías bien distintas le han calificado desde la crisis financiera del 2008. Zombi por Antón Costas, suicida por Miquel Puig, niños por César Rendueles, senil por Miren Etxezarreta, del desastre por Naomi Klein.

En el calor de aquel Fratelli tutti del papa Francisco, cientos de personas nos reuníamos en la conferencia inaugural de las jornadas 'Una economía que mata' organizadas por Cristianismo y Justicia, donde también presentaban el anuario Amarillo esperanza. Y por allí planeaban Arcadi –Oliveras–, Jaume –Botey– y Pedro –Casaldàliga–. Y muchos y muchas más, claro. Y sobre todo la claridad, sin estirabos ni condescendencia, de lo que se decía. Zubero, en una homilía para creyentes y ateos, fue de cabeza al corazón de la bestia, que seguramente anida en cada uno de nosotros y que nos somete a una doble contradicción. Por un lado, la rotonda infinita que pretende confrontar inútilmente –el huevo o la gallina– la acción cotidiana del compromiso personal con el imprescindible cambio estructural. Sin uno no está el otro. Pero Imanol fue aún más allá –o más aquí– distinguiendo sobre el papel las opciones éticas últimas –aquellas que nos determinan, modulan e identifican moralmente– de otras elecciones restringidas cotidianas donde aparentemente sólo hay que escoger al agrado de cada uno. Sólo sobre el papel, porque sostuvo lúcidamente que, bajo el actual capitalismo acelerado, la distinción se ha esfumado y ya convierte cada decisión en una opción última en la que nos acabamos jugando. ¿Qué café tomo en el desayuno? ¿Cómo me muevo? ¿Cómo caliento el hogar? ¿Cómo me relaciono con los demás? Al fin y al cabo, lisa y llanamente por donde, la vía más eficaz para que Amazon desaparezca, y deje de desmenuzar el pequeño comercio, es que nadie recorra.

Apuntes al natural de una pastoral que resonaba desde el presbiterio; comportarse éticamente significa pensar activamente; saber desconectar del piloto automático con el que nos han programado –lo que no es fácil–; deshacerse de la inercia estructural –el río que nos quita, remachó citando a Sanpedro–; escabullirse de la captura de la vida cotidiana por parte del mercado; y desobedecer la guerra mercantil para secuestrar nuestra atención. ¿Por dónde empezar? En primera instancia, por no colaborar. Zubero hizo un añadido como una hostia –o como un rayo en la neurona o un puñetazo en el estómago: en una visión hiperrealista de nosotros mismos nos pidió, como mínimo y sobre todo, no colaborar tanto– . Y lo tanto lo decía todo. Desde nuestra zona de confort del mundo y los privilegios que acumulamos, donde todavía se confunde valor y precio, nos decía que lo que es antropológicamente histórico no es hoy la salvajería cruel y carroñera del capitalismo sino nuestra histórica pasividad e indiferencia, que retroalimenta una impotencia inducida.

Desde la más estricta y rabiosa realidad, el bueno de Imanol desbrozó también todo lo que nos tragamos cada día, a partir de algunos torpes ejemplos publicitarios. "¿Te imaginas un día sin aeropuerto?", nos interpela, hace semanas y en plena emergencia climática, el anuncio chapucero de Aena. Respuesta: se calcula que sólo entre un 2% y un 4% de la población mundial voló internacionalmente en 2018 y que sólo un 1% es responsable del 50% de las emisiones de CO₂ derivadas del transporte aéreo. Es decir, que a preguntas estúpidas, respuestas ciertas: la inmensa mayoría de la población no echa de menos un aeropuerto en su vida diaria: nunca viajan en avión y vamos a ras del suelo. Más, con otro anuncio nihilista, en este caso de la lotería estatal, que categoriza que no tenemos sueños baratos. ¿Qué más queremos exactamente? Los sueños caros –matizaba Zubero– ya sabemos cómo acaban –en pesadillas trágicas–. Para cerrar recordó un pasaje, nada bíblico, del ministro Ábalos que explica por qué los únicos que salen en materia de vivienda –el gran agujero negro por el que tantas cosas nos roban hoy– son los grandes tenedores, los fondos buitres y un capitalismo rentista que tiene muchas caras y demasiada barra. Que cuando el mercado entra por la puerta, los derechos saltan por la ventana. Se debatía entonces la ley de vivienda que nunca acaba de llegar y el ministro socialista se descolgó diciendo que la vivienda era a la vez un derecho social y un bien de mercado. Y de ahí llora la criatura. O una cosa u otra –porque sólo podría convertirse en mercancía, apuntaba Zubero hipotéticamente, cuando como derecho universal ya ha sido protegido y cubierto–. No es el caso. Los mercaderes llevan tiempo ocupando el templo.

Y, sin embargo, como decía la madre del poniente, en una familia que regentaba un horno de pan, "hay que levantar la persiana cada día". De hecho, esto es lo que hacen miles –millones– de personas anónimas cada día, aquellas que no anteponen interés y ventaja –doctrina neoliberal–, sino que priorizan necesidades y generosidades. Son los que hacen que el mundo funcione, casi milagrosamente, cobijados bajo la cultura de compartir el pan y los valores de la suficiencia. "¿Por qué queremos siempre más? ¿Dónde están los límites? ¿Qué idea de futuro tenemos?" –las preguntas han quedado anotadas en la libreta del ateo que escribe–. "Es tiempo de decrecer, descolonizar, desmercantilizar y despatriarcalizar" –todas las misas fueran así y todos los sermones fueran esto–. ¿Cómo? Zubero fue extraordinariamente sintético en el aterrizaje final: todos tenemos un DNI y una tarjeta de crédito –todos podemos votar, todos consumimos–, y indicó que, cuanto antes, saliéramos del armario colectivamente, más decididos , más conscientes de tantas alternativas existentes y más esperanzados que nunca –como acto político radical–. Curar, cuidar y guardar la casa común, que diría Bergoglio.

Mientras tanto, estamos donde estamos. Todos los Santos. 2023. Tocaría rememorar a los ausentes. Pero me temo que toca llorar a los que morirán; no los que nos han dejado antes de tiempo, sino los que ya salen en las previsiones contables necrófilas de una economía criminal. Incluyendo a los muertos por desesperación en las sociedades más avanzadas. Como EEUU, donde las defunciones por suicidios, sobredosis o el alcoholismo no paran de crecer dramáticamente. Pero de la última semana, entre tantos horrores acumulados, me quedo con un palestino asesinado por colonos mientras recogía aceitunas. Roque Dalton escribió en 1932 desde El Salvador: "Todos juntos tenemos más muerte que ellos, pero todos juntos tenemos también más vida; la todopoderosa unión de nuestras medias vidas, de las medias vidas de todos los que nacimos medio muertos". Walter Benjamin lo pontificó hace mucho tiempo mucho peores: “Ni los muertos estarán seguros ante el enemigo si este vence –y es aquel enemigo que no ha cesado de vencer”.

David Fernández es periodista y activista social
stats