Una profesora impartiendo clase en el IES Miquel Tarradell, en el distrito de Ciutat Vella de Barcelona.
20/12/2023
2 min

Cuando yo era pequeña, mi abuela pensaba que nada mejor que ser profesor. En su casa tenía una pequeña pizarra que era la joya de la corona de los juguetes: me encantaba el ruido de la tiza cuando escribía, gozaba de imitar los gestos que observaba en la maestra. Cuando mi primo tenía que hacer deberes, no lo ayudaba de cualquier manera, sino que lo hacía partícipe de aquella escenografía en la que él era el alumno y yo le enseñaba cosas.

Durante una parte de mi infancia, por tanto, fantaseé con la idea de ser profesora (también fantaseé con ser una de esas dependientas del Alcampo que se movían por los pasillos con patines de cuatro ruedas), y mi madrina abuela sonreía y me recordaba que los profesores cobraban bien, tenían muchas vacaciones, terminaban las clases a la hora de comer. Además, para una mujer de su generación, la figura del profesor no estaba exenta de una aureola de prestigio y de autoridad: cualquier conversación relacionada con la escuela terminaba con un bueno, lo importante es que hagáis caso a la profesora.

Que una mujer nacida a finales de los años treinta repita tópicos sobre la buena vida de los docentes se puede aceptar con cierta indulgencia, por mucho que este lugar común quedara obsoleto hace años. Ahora las escuelas y los institutos son espacios cada vez más complejos y desafiantes, y aquella autoridad docente ha quedado relegada al armario de los conceptos considerados caducos, arcaicos, con olor a naftalina, junto a la disciplina, el orden, los deberes.

Los docentes han visto cómo su figura perdía crédito a marchas forzadas. Son los sospechosos habituales, las cabezas de turco preferidas, los culpables de todo, siempre en el punto de mira. Y carecen de herramientas para defenderse de todo tipo de ataques: deben procurar impartir todos los contenidos del currículum mientras les modifican las leyes educativas cada dos por tres; deben velar por un buen clima en el aula, pero sin levantar la voz, sin remitir a la idea de penalización, sin hacer nada que pueda ser susceptible de derivar en una tutoría improvisada con unos progenitores indignados porque el hijo o la hija les ha explicado que el profesor los ha contrariado en el aula.

También deben partir de la base de que hay unos conocimientos mínimos alcanzados en etapas anteriores, y deben apañarse como pueden cuando la realidad contradice la teoría. Tienen que esquivar conceptos que provoquen cualquier tipo de frustración en el alumnado; abandonar el bolígrafo rojo para atenuar un impacto visual y emocional no deseado; evitar que tengan que hacer tareas en casa para no estresar a los estudiantes ni a sus padres. También deben conocer las necesidades especiales de los alumnos y, además, deben ingeniárselas para que los tratos personalizados no obstaculicen el progreso general de un aula con ratios imposibles.

Y, sobre todo, cuando salen los resultados del informe PISA, el profesorado debe agachar la cabeza y llevarse las manos a la nuca mientras ruega que, para variar, aunque sea por una vez, no disparen de repente al docente.

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