Les prometo, queridos lectores, que quiero salvar el planeta, detener el cambio climático y dejar un mundo mejor a las generaciones futuras. Pero cuanto más años llevo teniendo conciencia ecologista, más perdida me siento. Añoro cuando creía en el eslogan del Capità Enciam (“Los pequeños cambios son poderosos”, qué estupidez más desmovilizadora e individualista, antipolítica pura difundida en programas para niños, los futuros ciudadanos) y me sentía una heroína gastando todo lo que había ahorrado de paga en una carísima carpeta de Greenpeace que en teoría tenía que servir para salvar ballenas en peligro de extinción. Espero que hayan tenido una vida muy larga, las ballenas, porque esa compra estaba muy por encima de mis posibilidades de hija de familia numerosa y de clase trabajadora. Ahora vivo rodeada de seductoras tiendas ecopijas que me llaman a sustituir todos los objetos que tengo en casa por estos de colores ocres y marrones, me dicen que más naturales. El consumo sostenible, biodegradable, sin tóxicos y vegano (será que antes lo hacían sacrificando a animales) es, ya podemos decirlo, un fenómeno totalmente aspiracional. Me siento más elevada socialmente si en vez del táper de plástico del chino puedo disponer del de cristal con tapa de bambú envuelto en un elaborado furoshiki (un fardo de toda la vida pero en japonés mola más y te lo pueden cobrar más caro).
Intento ser ecologista en mi día a día, pero el camino está plagado de trampas: reciclar es trabajar para una empresa privada que gestiona los residuos públicos y que, por supuesto, no tiene ningún interés en reducirlos. Vestir de forma sostenible requiere adquirir unos conocimientos de máster: no hace mucho encontré una tela ecológica... ¡hecha con poliéster! Es decir, con petróleo. Las marcas de moda rápida, uno de los problemas más grandes y graves de contaminación, se han dedicado a realizar campañas de greenwashing con líneas de ropa supuestamente más sostenibles que no son más que una nueva forma de seducir al consumidor para que compre lo que no necesita sin culpa. Por otra parte, las marcas que hacen moda ecológica de verdad suelen tener unos precios prohibitivos para la mayoría de la población. Yo zurzo, ajusto las prendas que no van bien, arreglo bajos y cuido tanto como puedo la ropa para no tener que comprar más. Y hasta hace poco dormía tranquila pensando que, depositando en el contenedor del punto verde la que ya no utilizo, contribuía a alargar su vida, pero algunos reportajes sobre la ropa de segunda mano en África me han puesto los pelos de punta.
Yo quiero ser ecologista, pero el mundo gira en sentido contrario. Hace poco tenía que comprar bolsas para la aspiradora, que no quiero cambiar por una más sostenible sin bolsa y no sé cuántas cosas más porque es un aparato que funciona perfectamente. Antes, en la tienda de electrodomésticos más cercana solían tener este tipo de repuestos. Ahora se ve que tienen que pedirse online. Y esto ocurre con otras muchas cosas que ya no encuentras en comercios de proximidad y que tienes que comprar a través de internet, lo que es de todo menos sostenible. Volviendo a la ropa, desde la pandemia muchas marcas decidieron expulsar a las mujeres que consideran gordas de las tiendas físicas y muchas nos vemos obligadas a comprar a distancia. Si un día me encuentran desnuda por la calle, no es que me haya hecho nudista, es que ya no puedo más con este sistema loco que no me deja probarme un pantalón sin que tengan que viajar arriba y abajo por el mundo.
Yo quiero ser ecologista, pero ahora veo que la COP28 se hace en Emiratos Árabes Unidos, un país que vive del petróleo, y que entre los patrocinadores de esta edición hay grandes empresas dedicadas a los combustibles fósiles y conocidas compañías tan verdes como Amazon.