Por qué ya no nos importa Julian Assange

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Concentración en apoyo de Julian Assange frente al consulado británico, en Barcelona el 20 de febrero.

La suerte de Julian Assange nos importa cada vez menos porque el proyecto de WikiLeaks representa la fe en las sociedades abiertas, y ahora resulta que los imperios están volviendo con fuerza. El aniversario de la guerra de Ucrania es el recordatorio más llamativo de esta fragmentación del mundo. Pero hay más: el aislacionismo de Trump, que hace cuatro días amenazaba con dejar de ayudar a los aliados de la OTAN y con poner un arancel del 10% en las importaciones si gana las elecciones; o el despegue del Sur Global, que quiere decir que la mayor democracia del planeta, India, no ha condenado ni con palabras ni con sanciones el asesinato de Aleksei Navalni. Leyendo a la prensa este fin de semana, todos los artículos acababan con la conclusión de que Europa debería invertir mucho más dinero en defensa para proteger lo que Josep Borrell llamó “el jardín europeo”, en contraposición a “la jungla” que es “ la mayor parte del mundo”. En lugar de regirse por normas cada vez más claras y compartidas, el planeta se trocea en poderes que compiten entre sí de forma cada vez más anárquica y descarnada.

La idea de WikiLeaks expresa un deseo típicamente utopista por trascender ese poder de los estados y las élites que los gobiernan. Es una mutación nueva y ambigua de los sueños de emancipación del siglo XX. Mientras el liberalismo y el comunismo proponían una serie de valores y un modelo de sociedad bajo los que debían alinearse todos los pueblos y naciones, WikiLeaks profesa la fe en la que los seres humanos viviremos mejor si participamos en una conversación radicalmente libre de censura que las tecnologías digitales actuales permiten de facto. La ética de WikiLeaks la podríamos llamar “universalismo del hacker”, que es muy diferente al universalismo del militante comunista o del activista demócrata: en el hacker no existe ningún proyecto positivo para unificar a la humanidad, sino el convencimiento puramente formal que facilitar la libre circulación de la información es un bien en sí misma. El hacker se asemeja más al periodista que al político.

Los críticos de Assange denunciaban justamente esta neutralidad política. Al publicar cientos de miles de archivos confidenciales, WikiLeaks expuso masacres civiles en Irak y Afganistán, torturas, programas de vigilancia masiva, escándalos políticos, intentos de intervenir en gobiernos soberanos y, en definitiva, una corrupción generalizada en corazón de las democracias occidentales. El problema es que estos hechos eran ciertos y, al mismo tiempo, parecían contribuir a erosionar la confianza necesaria para combatirlos. Nuestra narrativa decía que cosas como las que reveló WikiLeaks eran las que hacían los demás. Si Assange contribuía a cuestionar esta diferencia, quizás estaba haciendo un favor al relativismo del “todos somos iguales”.

En épocas más fáciles y esperanzadas estábamos convencidos de que una autocrítica como la que encarnaba WikiLeaks nos ayudaría a competir mejor. Pero el auge de China de Xi Jinping, la resiliencia de la Rusia de Putin o el éxito de las monarquías del Golfo han ido socavando nuestra creencia de que una sociedad abierta es una sociedad más próspera y segura. Con el declive de la hegemonía militar y económica de Occidente está volviendo a ganar bastante la vieja idea de la mentira noble, un concepto clásico de la teoría política que tiene su origen en la República de Platón, en el que el filósofo defendía que las sociedades necesitan creer en relatos falsos propagados por las élites con el fin de mantener la armonía y la motivación de los ciudadanos normales y corrientes.

Un ejemplo de mentira noble especialmente pertinente comienza el 24 de febrero de 2022, cuando Cirilo I, Patriarca de Moscú y primate de la Iglesia ortodoxa rusa, dio la bendición a la invasión de Ucrania elogiando al ejército como "la manifestación activa del amor evangélico por los vecinos”, y más adelante confirió a Putin los títulos de "luchador contra el Anticristo" y "exorcista principal", calificando la "operación militar especial" como un proceso de "desatanización". buscaba ofrecer una justificación teológica a la teoría de Putin según la cual Ucrania pertenece al “mundo ruso”, un reino que incluiría Bielorrusia, Moldavia, partes de los estados bálticos y posiblemente Kazajistán, y que se originaría en la conversión de Vladimir el Grande , el Gran Príncipe de Kiev, que inició la cristianización de Rusia en el siglo X. Hoy nos preguntamos si construcciones mitológicas como esta, que Putin dejó escrita en el ensayo Sobre la unidad histórica de los rusos y los ucranianos que parafrasea constantemente, son más útiles para la guerra que la discusión mediática abierta como la que mantenemos en Occidente.

Cada vez que los estados iliberales obtienen logros militares o económicos, caemos en la tentación de creer que la lógica de la mentira noble les hace más fuertes que nuestra deconstrucción democrática permanente. En un momento en que la libertad cotiza a la baja y la seguridad al alza, la causa de Julian Assange puede parecernos un lujo superfluo, o incluso un debilitamiento voluntario sin sentido. Pero la dura realidad es que la fe en la democracia es justamente eso, una forma de fe que no puede depender de la garantía de que siempre seremos más ricos ni que ganaremos todas las guerras, y que pide compromiso y lucha justamente en las épocas más oscuras.

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