¿No tiene sentido de la decencia?
En la mitología de la política moderna estadounidense, pocos personajes son tan perversos como Roy Cohn. Como arquitecto legal de la cruzada anticomunista del senador Joseph McCarthy, colaborador estrecho de Nixon y Reagan y, más tarde, como mentor y consejero personal de Donald Trump, Cohn no se limitaba a ejercer la abogacía: trituraba la ley y la convertía en un arma que en ciertas manos servía no a la justicia, sino a la venganza y sobre todo a los negocios.
En sus tiempos, Cohn contribuyó a destruir reputaciones y carreras desencadenando el pánico ante una supuesta infiltración comunista. Las acusaciones podían pesar más que las pruebas, el miedo más que los hechos, y así controlar la imaginación pública.
Su legado es la persecución de los contrincantes disfrazada de patriotismo. Pero lo sorprendente no es que sus tácticas fueran efectivas entonces, en plena Guerra Fría, sino que aún lo sean hoy –resucitadas, reformuladas y aplicadas por su discípulo más avanzado y situado en el cargo más alto de Estados Unidos o imitadas por aprendices hispánicos.
Donald Trump aprendió de Roy Cohn no solo a denunciar y contraatacar, a intimidar y no pedir nunca perdón, sino a convertir la política en un relato moral con un enemigo permanente y monstruoso. Para McCarthy, el enemigo era el comunista. Para Trump, lo es el inmigrante, el intelectual, el periodista, el juez. Cohn le enseñó tres reglas de oro: no retroceder, nunca reconocer errores, atacar siempre.
Trump está convirtiendo comunidades enteras en blancos políticos. Los inmigrantes ya no son personas sino amenazas para la seguridad; los musulmanes, riesgos terroristas; los extranjeros, delincuentes; los solicitantes de asilo, "invasores"; la prensa, "enemigos del pueblo". La discrepancia es una traición y la disidencia un delito.
Esta manera de hacer basada en miedo, división y ataque constante bebe directamente de la era McCarthy, cuando el miedo al "otro" justificaba purgas, listas negras y humillaciones públicas. Entonces era el miedo rojo. Hoy es el enemigo del alma trumpista.
Roy Cohn fue finalmente inhabilitado y desacreditado, pero su método ha sobrevivido. Trump ha demostrado que el miedo todavía funciona, que la arquitectura de la persecución puede ser adaptada a la era digital, con noticiarios continuos y mensajes reducidos a pocos caracteres en mayúsculas llamativas en las redes sociales que alimentan un bucle infinito de rabia. El escenario está en los móviles en vez de estar en las audiencias en el Congreso. Pero lo que se va erosionando, en este proceso, es algo mucho más valioso que una ley concreta o una política puntual: es la confianza -en el gobierno, en los hechos, en los demás.
La democracia depende de la confianza. Requiere a ciudadanos que crean en la integridad de las instituciones, en la legitimidad de la discrepancia, en la protección de las minorías y de los disidentes. Necesita una política que vea a la oposición no como el enemigo, sino como parte del terreno cívico compartido.
Rechazar la política de Cohn y de Trump no significa solo rechazar sus tácticas. Significa rechazar la idea de que todo vale. Significa afirmar, contra todo cinismo, que la confianza no es una debilidad, sino el fundamento de la mejor política posible: aquella que escucha en vez de acusar, que convence en lugar de vengar, y que gobierna a través no del miedo sino de la dignidad.
Cohn destruyó la vida de muchos. Hizo durísimas campañas contra los homosexuales antes de morir de sida y nunca admitir su vida privada. Defendió a mafiosos y ganó dinero, pero también dio lugar a un gesto de dignidad famoso en EE.UU. En una de las audiencias televisadas en las que Cohn y McCarthy acusaban al ejército estadounidense de ser "blando" con los comunistas, el abogado del ejército, Joseph Welch, desacreditó a McCarthy formulándole la pregunta más famosa de la historia de las audiencias públicas del Congreso: "¿Have you no sense of decency, sir?" [¿No tiene sentido de la decencia, señor?)
Escucho a José María Aznar y reconozco el espíritu Cohn. La palabra venenosa, guerracivilista, el odio que transpira, el nacionalismo identitario excluyente, la utilización partidista del dolor del terrorismo, la hipocresía de los negocios oscuros, el vaciado del sentido compartido de las instituciones, que la verdad resulta que se ha vuelto negociable. Oigo la defensa de un modelo de sociedad que haría palidecer al Cid Campeador y me pregunto: ¿no tiene sentido de la decencia?