Este domingo acabará en Palma el recorrido del Correllengua, que este año toma más empuje que nunca dado el contexto de menosprecio y amenaza flagrantes hacia la lengua catalana que empapa el ambiente con la complicidad de amplios sectores sociales, políticos e institucionales. Más allá de subrayar el valor simbólico que tiene esta iniciativa para quienes amamos la lengua, creo que es interesante poner el énfasis en un perfil menos convencido e incluso reace a este tipo de eventos. Estoy pensando, por ejemplo, en los padres y madres de niños nacidos aquí; progenitores que, de hecho, se encuentran ahora en la coyuntura de decidir –de cara a la segregación lingüística que se va a instalar en las aulas– si quieren que sus hijos integren o no el catalán en la escuela.
Es evidente que la inmensa mayoría de lectores de este diario no necesita que le recuerden las virtudes de la lengua o la importancia de aprenderla y emplearla de forma sólida, espontánea y natural, sin tener que pedir permiso ni perdón por charlarla. Por eso mi intención es justamente interpelar –por si acaso les llega– las personas que quizás no nacieron aquí; que incluso desarrollaron una antipatía hacia el catalán –percibiéndola como una lengua impuesta– cuando, en la escuela, se sintieron en desventaja respecto a los nativos catalanohablantes; que han conseguido construirse una vida sin tener que hacer más que el ejercicio de comprender la lengua catalana cuando otra gente la habla –sin hablarla ellos–, y que, finalmente, se han reproducido y han llevado al mundo personas que –ahora ya sí– tienen la oportunidad de volver grandes con el catalán como primera o segunda lengua –en convivencia bilingüe con el castellano o con la lengua del otro progenitor–, con todas las oportunidades inherentes a este aprendizaje.
En una versión anterior de esta columna –que finalmente he descartado por demasiado ingenua–, me imaginaba que ese perfil de persona al que me refiero –los padres y madres que de pequeños aburrieron o rechazaron el catalán y que ahora tienen hijos nacidos aquí– iba incluso al Correllengua para defender el derecho de su descendencia a aprender el catalán en la escuela con la facilidad, la naturalidad e incluso la inercia de la que ellos no gozaron por sus circunstancias. Sin embargo, como decía, la columna me salió demasiado naïf, demasiado dirigida por Frank Capra, así que, ahora y aquí –que diría Mishima–, mi deseo se limitaría, básicamente, a que estos padres y madres respeten, al menos, el componente simbólico del Correllengua y que, incluso, compren la posibilidad de que un día –ya sea este domingo o en el Correllengua dentro de cinco años– sus hijos acudan al Correllengua por convicción, para que –ellos sí– amen y integren como lengua propia la lengua que sus progenitores quizás vieron como una obligación farragosa. Porque no podemos esperar sumar entusiasmos por todas partes, pero pedir respeto es legítimo.