Cómo leer en la crónica de Pol Casaponsa Sarabia en este diario, el pensador estadounidense Noam Chomsky fue víctima el pasado martes de una noticia falsa que le daba por muerto. Chomsky tiene noventa y cinco años y un estado de salud delicado, pero no sólo está vivo, sino que había recibido el alta del hospital de Sao Paulo donde se encontraba ingresado para que pudiera seguir el tratamiento desde su domicilio. Sin embargo, la noticia de su deceso apareció en redes y se propagó como la pólvora. A pesar de que la esposa de Chomsky se apresuró a desmentirlo, fue mucho más difícil hacer prevalecer la verdad de lo que lo había sido hacer correr la mentira.
No deja de tener un punto de sarcasmo que precisamente Noam Chomsky haya sufrido una situación de este tipo, dado que buena parte de su extensa obra está dedicada al estudio de la desinformación, la censura, la manipulación de la opinión pública –por supuesto, con fines políticos– y el fenómeno que él ha descrito como guerras de propaganda. Chomsky ya estudiaba el proceloso océano de la falsa comunicación con la que los poderes infectan el debate público de mucho antes de que aparecieran términos como posverdad, fake news o hechos alternativos. Tras Baudrillard, quien observó que en las sociedades del bienestar la censura ya no consistía en la restricción de la información, sino en su exceso (en una cantidad masiva información que el ciudadano no puede controlar ni ordenar), Chomsky apunta que la censura no reside tan sólo en la cantidad de la información, sino también en su calidad. No sólo es masiva, sino que es falsa. Toneladas y toneladas de información basura que llegan continuamente a los ojos, oídos y cerebros de los individuos, que no sólo no pueden procesar el alud, sino tampoco discernir entre qué es sustantivo y qué es accesorio, entre los discursos articulados y la verborrea, entre la mentira y la verdad. Mensajes llamativos, esquemáticos, fáciles y tremendamente agresivos, a menudo contradictorios entre ellos para avivar la sensación de controversia, para vendernos la ficción de habernos creado una opinión propia, cuando en realidad sólo hemos sido arrastrados a uno de los extremos de las polarizaciones que continuamente se nos proponen –y que casi siempre son falsas disyuntivas.
De hecho, no suele mencionarse que Chomsky es, antes que otra cosa, un lingüista, un filólogo. Su contribución como teórico de la conocida como gramática generativista es un paso después del postestructuralismo y las grandes aportaciones de Derrida, Foucault, Deleuze o Guattari. El intento por entender cómo funciona el lenguaje por dentro, y por tanto cómo puede ser manipulado al servicio del poder, le ha llevado a veces, paradójicamente, a impulsar la creación de teorías conspirativas, otra polución de la incesante conversación global de nuestros días. Pero la denuncia de Chomsky sobre los abusos del lenguaje como herramienta de manipulación de las masas es valiosa, siendo un referente durante mucho tiempo. Mucho más de lo que consigue vivir cualquier mentira.