Se conserva un daguerrotipo de 1840 –es decir, uno de los primeros que se hicieron– donde se ve la fachada principal de Notre-Dame de París. El exterior del edificio se encontraba entonces en un estado casi ruinoso, más deteriorado que después del incendio de hace cinco años. El encargado de llevar a cabo la restauración fue el arquitecto Eugène Viollet-le-Duc (1814-1879), responsable también de la –digamos– postalización del Palacio de los Papas de Aviñón. Estamos hablando del momento álgido del Romanticismo europeo, cuando el destino de cualquier resto, sea cual fuere la época de su construcción, era aproximarse lo más posible al estilo Exin Castillos (disculpen la referencia generacional). El neogótico inventado también tuvo un gran éxito en Barcelona. Ahora dicen que el nuevo mobiliario de Notre-Dame se parece al de un local de coworking. Son los signos de los tiempos, supongo. Este tipo de juicios estéticos requieren contención y paciencia; quizás es mejor ignorarlos.
La reapertura de la catedral parisina coincide con el momento de máxima debilidad de la Unión Europea en relación al resto del mundo. Es interesante, en este sentido, que asistiera Donald Trump pero no el papa Francisco. Para entender qué representa hoy Notre-Dame, y qué no, invitamos al lector a observar con atención los billetes de euro que lleve en la cartera. En el anverso hay puertas o ventanas de diferentes estilos, incluido el gótico, y en el reverso puentes de forma igualmente variada. Unen el territorio de la Unión Europea con nuestros vecinos asiáticos y africanos. El norte de África, la península de Anatolia o las grandes llanuras de Ucrania, Rusia y Bielorrusia no están porque sí. Ninguna de las obras arquitectónicas y de ingeniería que aparecen en el anverso son reales. Están inspiradas en estilos concretos, obviamente, pero no pertenecen a ningún sitio en particular. Son imaginarias. Tanto en el anverso como en el reverso, el mensaje de apertura –puertas, ventanas– y de comunicación con los demás países –puentes– quiere ser muy claro. Según estos billetes, ¿qué es Europa?, ¿dónde radica su identidad? ¿Cuál es la función de los artificios icónicos que acabamos de señalar? En el billete de veinte euros observamos dos vidrieras góticas con unas vueltas del mismo estilo. En el de cincuenta vemos dos ventanas o balcones de estilo renacentista, muy similares a las frontales de la plaza de San Pedro en el Vaticano. Etcétera.
Por si no se habían fijado, los billetes de euro quieren dar también una imagen de evolución o quizás de progreso (son dos cosas distintas): de la arquitectura romana imperial a los edificios administrativos de las actuales democracias liberales. Al menos en dos billetes, los de diez y los de veinte, existe una ausencia que llama la atención: la de cruces o de otros símbolos cristianos asociados a este tipo de edificios sacros. En todo caso, es evidente que cualquier persona, europea o no, puede constatar sin duda alguna que se trata, respectivamente, de la puerta de una iglesia románica y de las vidrieras de una catedral gótica. Conforman, aunque sea parcialmente, una determinada identidad. La iconografía del billete, sin embargo, solo insinúa su existencia.
La omisión a la que nos referíamos antes, ¿es para no herir la sensibilidad de aquellos europeos de otras religiones distintas a la cristiana? En caso de reproducir una cruz, ¿habría que incorporar también una estrella de David o una media luna? Pero teniendo en cuenta que en la Unión hay también muchos miles de ciudadanos de pleno derecho hinduistas, ¿habría que poner también algún símbolo de esta o de otras religiones no monoteístas practicadas en Europa? Todas estas incorporaciones simbólicas, ¿serían respetuosas con los millones de europeos que se declaran ateos o agnósticos? Simétricamente, ¿la omisión institucional de estos símbolos puede violentar a los demás europeos que se declaran cristianos, judíos o musulmanes? ¿Sería mejor, tal vez, renunciar a referentes culturales asociados históricamente a determinadas manifestaciones religiosas y sustituirlos, por ejemplo, por paisajes u otros elementos naturales? Ahora bien, si la cruz está presente en la mayoría de banderas y escudos de Europa, ¿por qué excluirla de las iconografías que representan a la Unión? La reapertura (¿a los feligreses, a los turistas?) de Notre-Dame parece un buen momento para hacernos algunas preguntas que, a pesar de ser pertinentes, hemos ido esquivando a base de tacticismos y también de cierta pereza. Ahora que en el ámbito internacional la mayoría de las cartas ya están hacia arriba, ¿qué sentido tiene postergar esta y otras cuestiones que hacen referencia a la identidad de Europa? ¿La ambigüedad fortalece o debilita el proyecto a largo plazo de la Unión?