El nuevo CEO de la Iglesia

Funeral Papa. Un trabajador del Vaticano sellando el taut del Papa Francisco
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En las formas, el cónclave parece una cosa remota y ceremoniosa, espiritual, casi mágica. Sin embargo, sus dinámicas son las mismas que en el mundo de la empresa cuando un fundador, o un gran CEO carismático, deja su puesto. Diría que la Iglesia enfrenta, en esa transición, al menos cuatro grandes retos.

El primero es la dificultad de asegurar la continuidad después de un liderazgo muy personal. Al igual que en las empresas en las que todo gira en torno a la personalidad del fundador, la Iglesia depende enormemente de la figura del papa como referente global, espiritual y también político. El problema es que, cuando un líder fuerte se va, la organización tiende a perder cohesión. Lo he visto más de una vez en empresas: la figura que conseguía unir sensibilidades muy diversas se va, y de repente surgen las diferencias que antes se mantenían latentes. Lo estamos viendo entre progresistas y conservadores eclesiásticos.

El segundo reto es mantener unida una organización global. No es fácil hablar el mismo idioma –ni en el sentido figurado ni en el literal– para Latinoamérica, Europa, Asia o África. La Iglesia es universal. Y eso es exactamente lo que viven muchas multinacionales, que tienen que lidiar con culturas, valores y expectativas locales cada vez más dispares. Si a mí ya me cuesta coordinar equipos de dos países vecinos, no quiero ni imaginar lo que supone hacerlo a escala planetaria.

El tercer desafío es la necesidad de rejuvenecer sin romper. La Iglesia, como tantas marcas maduras, necesita conectar con las nuevas generaciones. Pero no puede permitirse perder su identidad por el camino. Es una tensión real propia de las grandes marcas: ¿cómo conservar el alma, pero actualizar el lenguaje, los canales, las prioridades? No es solo un problema de marketing. Es un problema de fondo.

Y el cuarto, quizás el más delicado: el riesgo de que el proceso de sucesión sea un reparto de poder en vez de un proyecto. Cuando no hay una hoja de ruta clara, las sucesiones tienden a convertirse en luchas internas. Cada facción tira hacia su lado, intentando imponer su visión a corto plazo y perdiendo de vista el bien común. Lo he visto a menudo en consejos de administración en los que el debate era más sobre sillas que sobre estrategia.

Creo que en el cónclave que se avecina no solo se elegirá a una persona. Se escogerá, de alguna forma, una dirección estratégica. La pregunta de fondo no es solo quién, sino también hacia dónde.

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