Los peligros de la autocensura

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El escritor Salman Rushdie en una imagen de archivo.

Escribí mi primera novela con una pasión inconsciente, que es quizás la manera en que hay que escribir las novelas. Aunque soy una mecanógrafa rápida, los dedos no me seguían y las palabras y frases hacían cola para aparecer en la pantalla. Stephen King contaba en Escribir, memorias de un oficio que la escritura a menudo se parece mucho a descubrir un objeto enterrado. Solo tenía que ir apartando la arena para hacer emerger una historia, unos personajes, unas situaciones y un estilo que ya estaban hechos. Me divertí mucho porque jugué, exorcicé fantasmas, uní en una sola cosa piezas de mi bagaje personal que parecían del todo irreconciliables. Solo el enamoramiento real y profundo se parece a la confianza ciega, el impulso imparable que da la libertad de crear.

Cuando estoy en crisis, me atasco y no sé ni por dónde ir, intento volver a esa sensación de libertad absoluta, esa euforia de ser sin pensar en la infinidad de condicionantes existentes en la vida real. En la página en blanco no hay leyes del silencio ni voces que me alerten sobre el peligro de decir lo que no puede decirse. Quizás porque leí a autores tan diversos que decían exactamente lo que les daba la gana y escribían sobre temas de lo más variados con formas también de lo más variadas, me hice escritora con una convicción profunda de que yo también podría hacer lo mismo: escribir lo que quisiera y como quisiera.

Con esa primera novela tuve la suerte de contar con muchos lectores generosos que me devolvían palabras amables sobre el texto, pero también topé con algunas interpretaciones que en ese momento me resultaron muy extrañas. Hubo quien se dedicó a explicar de qué iba el libro, una de las peores cosas que se le puede hacer a una historia, porque en el resumen a menudo tendencioso de los hechos que contiene no existen matices ni la elaboración del lenguaje que quiere transformarlos en algo más que “lo que pasa”. También se realizaron algunos juicios moralistas que llevaban inscrito el deber de la corrección política para la autora: una historia de un inmigrante violento puede provocar racismo, me dijeron, y no solo quienes eran de mi mismo origen. No fue la primera vez que me lanzaron tan graves acusaciones ni, por supuesto, la última que aparecieron ataques infundados a mi libertad creadora. Ahora y cada vez más, se va instalando esa tendencia a la censura por justicia social. Quizás porque la literatura es todavía uno de los pocos terrenos que puede constituir una verdadera resistencia a los diferentes poderes que nos quieren someter o alienar. Dejará de hacer esta función, sin embargo, si en el momento de teclear se hacen presentes unas dudas que no son nuestras, de los escritores, sino de quienes quieren convertir este espacio de emancipación en un mundo sometido a normas que poco tienen que ver con las de la propia creación.

El juicio moral sobre los textos o los autores se va normalizando, a veces sin ni siquiera haberlos leído, como habrá pasado con el agresor de Salman Rushdie o las organizaciones islamistas que atizaron el fuego del fanatismo contra el autor. Más grave aún que la censura pura y explícita es la autocensura que muchas personas van adoptando en su día a día, incluidos aquellos que tienen el privilegio de la tribuna pública. Yo en esto no me meto, no me compensa. Si la censura instaurada a través del Estado era una losa cuyo peso todo el mundo podía sentir sobre sus hombros, esta inhibición fruto del ambiente de vigilancia moral, aunque no se note (no se nota lo que no ha sido nunca dicho), es como el óxido que va penetrando en las estructuras. La corrosión se va esparciendo silenciosa hasta afectar a los fundamentos más sólidos de la libertad creadora.

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