

"Éste es nuestro país, una provincia abandonada, el fin de una época, el fin del mundo y de todo. Es nuestro territorio. Nadie nos dará otro(Yuri Andrukhóvich, novelista, poeta y pensador ucraniano)
Durante el transcurso del partido de vuelta de los octavos de final de la edición de la Copa de Europa 67-68 entre el Górnik Zabrze y el Dínamo de Kiiv, disputado el 29 de noviembre de 1967 en el Silesian Stadium de la ciudad polaca de Chorzow, las cámaras de la televisión entre el público donde se podía leer: "Oddajcie Lwów!", "Torneu Lvov!". La imatge no va durar més d'uns pocs segons, però van ser prou per sacsejar tota l'audiència ucraïnesa que en aquell moment mirava el partit. El lema plasmava per escrit una vella reivindicació polonesa, en plena Guerra Freda, de feia més de vint anys, des que als acords de Ialta de 1945 es va decidir que la ciutat considerada durant segles com una de les capitals culturals de Polònia passés (com tota la zona oriental de Galítsia, una històrica regió multiètnica i bressol del nacionalisme ucraïnès) a mans de la República Socialista Soviètica d'Ucraïna. Un botí de guerra que Stalin es va negar en rodó a deixar anar i que va incorporar (juntament amb tots els territoris a l'est de la línia Curzon, que havien pertangut a la Segona República Polonesa) a la Unió Soviètica. D'aquelles noces aquests confits.
Las limpiezas étnicas que tuvieron lugar en Europa central y oriental durante los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial tuvieron como resultado unas sociedades étnicamente homogéneas, algo que había sido imposible de conseguir durante el período de entreguerras. Así, tras la deportación y expulsión de millones de alemanes, ucranianos, bielorrusos y otras minorías durante los años 45-48, del intercambio de población entre eslovacos y húngaros por el decreto de Beneš, y de la desaparición de casi toda la población judía durante la guerra, Polonia, Checoslovaquia ni largamente ansiado. Toda esa gran "operación limpieza" se llevó a cabo con la aquiescencia y el visto bueno de las potencias occidentales, que querían evitar a cualquier precio otro conflicto a gran escala en Europa por litigios étnicos o de fronteras. Aquellas "transferencias de población", como fueron llamadas de forma eufemística, resultaron ser una resistente armadura cuando el Muro cayó, todo el sistema socialista se derrumbó y emergió en la superficie toda la Europa que había quedado sepultada bajo sus aguas durante décadas. Naturalmente, Yugoslavia fue la excepción, un estado que había dejado sus cocidas particulares sin resolver, es decir, su propia limpieza étnica, cuando sucumbió al yugo de Tito.
Sin embargo, el irredentismo o reivindicación sobre un territorio que un estado pretende anexionarse por cuestiones históricas, étnicas o lingüísticas ha sido latente, aunque a baja intensidad, en ciertas zonas de esta parte del continente. El enclave de Kaliningrado (la antigua Königsberg, flamante capital de Prusia Oriental y ciudad natal de Kant), un oblast exento de la Federación Rusa enjaulado entre Polonia y Lituania, siempre ha sido contemplado con suspicacia por ambos países, que le consideran un anacronismo que, además, amenaza su seguridad, hoy más que nunca. Por otro lado, el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, lleva años empapelando todos los edificios y estancias oficiales, escuelas, universidades, iglesias, catedrales y monumentos con la silueta del antiguo Reino de Hungría, que se ha convertido en el mapa oficioso del país. En los últimos tiempos, la prensa húngara, casi toda al servicio de Orbán y su partido, Fidesz, arroja de vez en cuando insinuaciones sobre la recuperación de ciertas provincias del sur de Eslovaquia, donde viven medio millón de húngaros. Sobre todo ahora que la inveterada rivalidad entre Robert Fico, el primer ministro eslovaco, y Orbán se ha convertido en amistad, una amistad esculpida en la fragua de Putin.
Si el Kremlin se sale con la suya e incorpora antiguas regiones del Imperio de los Zares a la actual Federación Rusa, el polvoriento y viejo baúl del irredentismo polaco podría abrirse con un siniestro chirrido. No es alocado pensar que alguien con mala leche (y en estos tiempos que corren las hay, y mucha) pueda tentar y animar abiertamente a Polonia a recuperar sus queridas tierras de la Galitzia oriental perdidas en Yalta como compensación por toda la ayuda militar, económica y humanitaria prestada en Ucrania durante el presente conflicto. Pese al Tratado de Buena Vecindad, Relaciones Cordiales y Cooperación firmado por ambos países en 1992, la idea, atizada por Rusia, se cierne silenciosa sobre los sectores más ultranacionalistas, que en Polonia son poderosos. De hecho, la cuestión ya ha aparecido en algún medio de comunicación de corto alcance, pero también se pasea por más de uno spin doctor de Ley y Justicia, el ultraconservador partido de Jarosław Kaczyński. Ahora que el orden europeo que surgió de la Segunda Guerra Mundial ha estallado por los aires, esa vieja reivindicación que apareció en un estadio de fútbol perdido en la Europa del Este en una tarde plumbia y fría de otoño de hace cerca de 60 años podría hacerse realidad. Si esto fuera así, supondría, al menos tal y como la conocemos ahora, el finis ucrania, como si fuera una alucinación –en términos del pensador y escritor ucraniano Yuri Andrukhovich– que hubiera durado poco más de un siglo.
El Górnik Zabrze llegó a las semifinales de aquella edición de la Copa de Europa, en la que fue eliminado por el Manchester United, que al fin y al cabo se erigió en campeón del torneo al derrotar al Benfica por 4 a 1.