Pancarta que pide la prohibición de la prostitución durante la manifestación del 8-M de 2024 en Madrid.
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Teorizar sobre situaciones que no hemos vivido sabiendo que no tenemos la menor posibilidad de sufrirlas es fácil, barato y cómodo. Desde acolchadas poltronas académicas, navegando entre conceptos deslumbrantes del líquido (o licuado) pensamiento posmoderno se pueden llegar a defender auténticas barbaridades. Basta decir Foucault o citar mal a Beauvoir (con o sin mala fe) para acabar pidiendo para otros lo que nunca aceptaríamos para nosotros. La prostitución es un claro ejemplo de cómo el debate en términos teóricos puede situarse a años luces de las experiencias que viven en carne propia las mujeres víctimas. En este sentido, yo soy partidaria de establecer prácticas obligatorias de todo lo que se defiende a través de la prestidigitación de citas y referencias que dan una apariencia de elevado conocimiento de la materia tratada. Por ejemplo, cuando alguna autoproclamada feminista se muestra aparentemente preocupada por los derechos de las prostituidas y esto acaba llevándola a defender esta explotación como trabajo alertándonos del riesgo de que el estado sea paternalista con las que cobran por servicios sexuales, yo me la creeré si antes han hecho unas colonias en cualquiera de los numerosos prostíbulos que pueblan nuestra geografía. A ver si después de ser penetrada por todos los agujeros corporales durante horas y días por desconocidos asquerosos que disfrutan de sentirse poderosos porque pueden comprar mujeres, todavía cree que la prostitución es un trabajo. Si hacer de meuca es un trabajo cualquiera, que las defensoras de su legalización hagan prácticas (remuneradas o no) en alguno de los antros donde se esclavizan mujeres. Pero, curiosamente, las privilegiadas cómodamente instaladas en teorías libres de gérmenes y venéreas nunca han puesto los pies en un burdel ni han leído ni escuchado a las supervivientes de lo que Sheila Jeffreys ha llamado la industria de la vagina. Tienen muy claro que ser puta es cómo trabajar de cajera en un supermercado, pero si les pregunta cuánto cobrarían por un servicio resulta que se ofenden.

El caso es que la puta feliz que ha elegido libremente dedicarse al llamado oficio más antiguo del mundo es un invento de los proxenetas que, paradojas del presente, han encontrado unas aliadas inesperadas en esta rama de supuesto feminismo. Supuesto, digo, porque no se puede ser feminista defendiendo la explotación de las mujeres. No se puede estar predicando sobre la necesidad de que las relaciones sexuales sean con deseo y consentimiento ya continuación avalar su mercantilización defendiendo no la libertad de las mujeres, sino el derecho de los hombres a comprarnos. No tendremos una sociedad igualitaria mientras nos negamos a mirar hacia la oscuridad que se esconde en esta parte de la realidad que todavía queda en la umbría porque consideramos que forma parte de la intimidad o nos parece que no tiene nada que ver con la situación de la mayoría de nosotros, las que nunca nos hemos visto abocadas a la prostitución. Teniendo en cuenta cómo se van extendiendo los tentáculos de un negocio de dimensiones industriales, racista porque las explotadas son mayoritariamente inmigrantes, colonizador porque es una máquina de extraer niñas y jóvenes de sus países de procedencia para el consumo local, es urgente que el feminismo se comprometa abiertamente con la lucha contra la prostitución y se deje estar de quimeras insultantes como la regulación de lo que llaman "trabajo sexual". Que no nos despisten hablando de la estigmatización de las putas como si la ética feminista de la igualdad tuviera algo que ver con la moral conservadora e hipócrita. Y que no nos digan que de todas formas el sistema te explota y es más digno venderte que frotar inodoros. Como dejó dicho la activista y pensadora Amelia Tiganus, superviviente de este necrófago sistema, una cosa es frotar inodoros y otra es que seas tú la bayeta.

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