Alejandro Fernández me resulta simpático, aunque cuando empieza a hablar en serio, claro, me escandalizo un poco. Pero es un parlamentario hábil, y demuestra que cree en lo que dice. Ser del PP en Catalunya requiere un punto de coraje, porque supone ir a la contra de algunos consensos básicos del país (de hecho, supone negar el país, al menos con esa denominación). Pero también es jugar con ventaja, porque el PP es un gran partido español, y España significa poder. Por eso los populares catalanes van por el Parlament estirados y satisfechos, como si en vez de tres diputados tuvieran treinta, como si sus votos valieran el triple. Esto es así porque, en el marco constitucional, Catalunya no es una entidad real, sino un fragmento de España; parte que no se explica sin el todo. El PP catalán no vale nada: vale lo que vale en España. Claro que, asumido esto, a Alejandro Fernández no debería sorprenderle que desde Madrid se lo quieran cargar a la brava, sin encomendarse a nadie, por desafiar el discurso oficial de Feijóo. Los líderes del PP catalán se ponen y quitan en Madrid, y eso es perfectamente coherente con la ideología del partido. Por eso la militancia catalana lo acepta sin protestar. El derecho a decidir ellos ni lo tienen ni lo quieren.
Si eso que los periodistas madrileños llaman Génova hace caer la guadaña, las bases populares verán desfilar a Fernández con plena conformidad, como antes vieron desfilar a Enric Millo o Alicia Sánchez-Camacho. Sin demasiada pena, tampoco, porque el partido cuida de los suyos, y ahora ambos mantienen un sueldo público, pese al papelón que hicieron durante el Procés. A Xavier García Albiol, en cambio, lo mantuvieron en Badalona cuando su nombre apareció en los papeles de Pandora y perdió la alcaldía: estaba seguro de que la recuperaría. Y lo ha hecho, con mayoría absoluta. Parte de su éxito se debe a que, a pesar de ser un pepero convencido, no ejerce mucho. Intenta estar por encima de las siglas, hacer caso al famoso consejo de Franco: “Haga como yo, no se meta en política”. Antes era más beligerante. Después del 1 de Octubre, siendo líder del PP catalán, fue a visitar a los policías virtuosos de la porra, para expresarles su solidaridad, pese a la indignación general.
Los peperos catalanes se sienten muy españoles, como todos sus compañeros del resto del Estado, y todos sonríen satisfechos cuando Ayuso dice que en Catalunya se discrimina a la gente con apellidos castellanos. O cuando Casado dice que a los niños se les prohíbe ir al baño si no hablan catalán. O cuando Moreno Bonilla pide a las empresas catalanas que huyan hacia Andalucía. O cuando Ana Rosa Quintana dice lo que sea. No se inmutan, ni se sienten interpelados. Ellos son también la parte de un todo. Nada más que eso.
Ahora les parece muy bien que Feijóo haga una campaña contra el uso del catalán en el Congreso, o en Europa. También celebran que el PP valenciano cuestione la unidad de la lengua. Y se emocionan oyendo a Aznar, que acaba de hacer un llamamiento a la revuelta nacional contra la amnistía de más de mil catalanes afectados por causas judiciales relacionadas con el Procés. Saldrán a la calle, en Barcelona, por todos estos motivos, y para evitar que Catalunya tenga privilegios. Y gritarán “¡Basta ya!”, como se gritaba contra los crímenes de ETA. Nos va a gustar más o menos, pero tienen todo el derecho: los militantes del PP catalán viven aquí. Son nuestros conciudadanos.
Supongo que todos estos peperos de Catalunya, si alguna vez oyen lo de “somos un solo pueblo”, sueltan grandes carcajadas. Y yo también.