Putin y la libertad

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Una persona sostiene un cartel con la fotografía de Vladímir Putin durante una protesta ante la embajada de Rusia en Ciudad de México el 28 de febrero de 2022.

“Ni siquiera los déspotas niegan las excelencias de la libertad, pero solo la quieren para sí mismos y pretenden que todos los otros son indignos de ella”.

Putin, el presidente ruso, responde a esta tipología de personaje descrita por Alexis de Tocqueville. Él quiere la libertad, pero solo la suya. La quiere aunque sea a cambio de chafar la libertad del pueblo ucraniano, que tendría que tener el mismo derecho de poder disfrutarla.

Putin actúa como lo que es, un tirano. Justifica la guerra como un recurso necesario para garantizar un bien teóricamente superior: la seguridad de Rusia. Y, aun así, lo que conseguirá es una Rusia más aislada en un mundo más inseguro. El único actor que podría hacer cambiar el desenlace de la guerra sería una intervención directa de la OTAN, que no se producirá porque ningún país de la alianza está dispuesto a pagar el precio de hacer la guerra, empezando por el de las vidas humanas, como de forma sobrecogedora estamos viendo que pasa cada día en las ciudades ucranianas asediadas por las fuerzas armadas rusas.

Putin ganará la guerra, pero perderá la gestión de la paz. Como pasa con todas las guerras, esta también acabará, ojalá sea más pronto que tarde. Después vendrá la larga etapa de la reconstrucción, que tendrá que convivir con las heridas profundas que toda guerra deja abiertas y que cuestan mucho que cicatricen.

Desgraciadamente, Rusia volverá a pasar hambre, como tantas veces ha sucedido en su angustiosa historia. No hay que ir muy lejos, solo hay que recordar las penurias que los rusos sufrieron en la década de los noventa cuando los occidentales y los europeos no supieron responder con visión de futuro al reto gigantesco que la perestroika de Gorbachov y el derrumbamiento de la Unión Soviética representaban. De una parte de aquellos vientos vienen una parte de las actuales tormentas.

Aun así, los europeos, mucho más que los americanos, sufriremos también un cierto empobrecimiento como consecuencia de la locura de Putin: gastaremos más en armas y, por lo tanto, quedará menos dinero para invertir en pensiones, salud, educación o progreso científico. Es justo lo que les dijo, en tono de disculpa, la primera ministra socialdemócrata de un país neutral como Suecia a sus conciudadanos hace pocas semanas, cuando anunció la necesidad de destinar más recursos a la defensa. Más recursos a defensa quiere decir menos recursos para el resto de las políticas públicas.

El “genial” Putin, alabado hasta hace poco como buen “estratega”, habrá conseguido una jugada “maestra”: que su pueblo sea más pobre y su adversario más fuerte. Nosotros, los europeos, tendremos que saber responder a los desafíos de la masacre de Ucrania con más unidad europea, más proyecto federal europeo, más política de defensa europea, y con un compromiso firme para la reconstrucción de Ucrania, para que Putin sea juzgado penalmente por crímenes de guerra y para mitigar los miedos que Rusia acumula sobre su seguridad y que pueden acabar siendo el pretexto para que un autócrata desate la brutalidad inhumana que estamos viendo y sufriendo desde hace semanas.

Los intentos de estas últimas semanas de asociar parte del soberanismo catalán a la figura y al régimen de Putin ofenden la inteligencia y prostituyen la verdad. Si algo ha definido el movimiento soberanista en su conjunto es la apuesta convencida por la no violencia; exactamente lo contrario de la actuación de Putin, basada en la violencia y el desprecio a la libertad de los otros. Comparáis las imágenes escalofriantes de la guerra de Putin con las imágenes pulcramente pacíficas de las grandes manifestaciones soberanistas; comparáis el recurso a la guerra para conseguir los objetivos con el recurso a las urnas; comparáis la cara de odio del régimen ruso con las caras de dignidad de los presos políticos o de los exiliados independentistas. No hay comparación. Pretender ahora, aprovechando a un Putin desatado, presentar cualquier contacto con la Rusia de estos últimos años como un flirteo con dictadores violentos representa una ignominia flagrante. Hacerlo desde la caverna mediática o política del Estado español es, sencillamente, “más de lo mismo”. Desgraciadamente, estamos más que acostumbrados. Ahora bien, alimentar desde dentro mismo del proyecto soberanista la teoría de la aproximación a Putin y a su régimen es sinónimo de una ceguera partidista sin límites ni escrúpulos.

Los que luchan por la libertad saben que demasiado a menudo tienen que pagar un precio para lograr su objetivo. Algunas veces este precio consiste en sufrir la violencia descarnada, otras en sufrir la mentira interesada. 

Artur Mas es expresidente de la Generalitat
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