Gisèle Pélicot, el 5 de septiembre, saliendo de los tribunales de Aviñón.
12/09/2024
3 min

Cuando la realidad es como una película de terror pero sin la película, nuestros miedos no se pueden liberar a ninguna parte. Te preguntas por el límite de la maldad e, incapaz de ver un final, los miedos se van agolpando unas sobre otras haciendo una bola inmensa que nos aplasta los días. No es casualidad que ese terror esté ligado a la violencia contra las mujeres. El abuso sistemático al que hemos estado sometidas durante siglos sigue manifestándose a través de asesinatos, violaciones, agresiones, malos tratos y discriminaciones. No se detiene. Hemos roto el silencio que ha ido atado a nuestra historia. Hablamos por las que no tienen voz, tantísimas, y por no dejar solas a las que han decidido enfrentarse cara a cara al terror. Y que esta violencia no cese no significa que nos resignemos al destino de sufrirla.

El caso de Dominique Pélicot, el hombre que durante años ha drogado a su mujer para que otros hombres, también con nombre y apellido, la violaran, nos ha generado muchas emociones profundas dentro de nosotros. Desgraciadamente son emociones que ya conocemos en otras ocasiones, para que todas las historias de violaciones nos las generan, sean cuales sean sus formas. Entre todos estos sentimientos, difíciles de gestionar porque nos confrontan también con nuestros principios, debemos añadir lo que supone ver cómo este criminal se excusa en su salud para no afrontar uno juicio que la víctima ha querido que sirviera de ejemplo para visualizar las caras de la vergüenza y la maldad. La historia que ha sacudido a Francia y nuestro mundo de clase media es tan salvaje, tan brutal, que cuesta mucho pensar en términos de justicia. Hay una mujer a la que el sistema ha dejado sola mientras era ella quien se preguntaba qué le pasaba. De nuevo hemos visto una escuela de violencia en “matrimonios ejemplares”, en hombres a los que ahora se les llama monstruos pero que en realidad son sólo hombres a los que todo el mundo consideraba normales. Porque los monstruos no existen. Y los hombres, sí.

Hay más. En Murcia debía empezar esta semana el juicio contra ocho empresarios y seis proxenetas implicados en una red de prostitución con chicas menores de edad. Todos sabían perfectamente que las víctimas tenían entre 14 y 17 años. De hecho, pedían expresamente que fueran menores porque les excitaba más. A las chicas "las captaban en las puertas de las discotecas o en las escuelas, chicas de familias desestructuradas o con situación de necesidad", según el escrito de acusación de la Fiscalía. Abogados, promotores, hombres con traje y corbata... Hombres normales haciendo cosas abominables. Y de nuevo un agravio añadido, indignante, insoportable: no irán a la cárcel y pagarán a las víctimas unas indemnizaciones entre 500 y 2.000 euros. Los empresarios han evitado el juicio porque han reconocido los hechos y han pasado diez años hasta llegar. De nuevo, el daño ya está hecho. Te aguantas.

El futbolista Hugo Mallo ha sido condenado a pagar 1.000 euros por abuso sexual a la chica que hacía de mascota del Espanyol. Le metió las manos por debajo del disfraz y le tocó los senos sin su consentimiento. No le ha salido caro. Rafa Mir, otro futbolista acusado de agresión sexual, llamó a la víctima para que no le denunciara porque “podía afectar a su carrera”. Y hay diarios que todavía hacen titulares como “La violencia sexual, una lacra que arrastra a los futbolistas”, como si ellos fueran las víctimas de los hechos de los que se les acusa. Los valores del fútbol y del periodismo.

La justicia no es justa. Es humana. Como esos hombres. Y la injusticia, como la maldad, carece de límites.

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