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Un vecino intenta detener el desahucio en el Raval.
«A nosotros nos dejan votar cada cuatro años / pero los mercados financieros votan a diario»
Ramón Fernández Durán

Antes del sábado de reflexión, tenemos ya una primera cifra electoral confirmada. 1.200.000 personas no votarán el domingo. Y no es que lo hagan siguiendo una apuesta libertaria de abstención crítica, de legítima raíz anarquista, o que voten en blanco inspirados y deslumbrados por aquél Ensayo sobre la lucidez de José Saramago. No, no. Son un millón doscientos mil catalanes y catalanas de orígenes muy diversos a los que prohíben votar, como nos recuerdan el CIEMEN y otras entidades antirracistas en cada contienda electoral. Otra cara más de un racismo estructural que no cesa, en este caso de evidente sesgo electoral y de confirmada exclusión política del derecho de participación. No disponen de nacionalidad española todavía, aunque muchos llevan años y otros muchos han nacido. Es decir, que no podrán hacerlo porque están institucionalmente vetados y desprovistos de este derecho fundamental. Son un 16% de nuestra sociedad. En cambio, quienes los odian a todos indistintamente y sin exclusión (en el millón doscientos mil de orígenes muy diversos que conforman el país entero) sí que podrán votar y ser votados, sea bajo la llama inquisitorial de la rojigualda o bajo el ensuciamiento xenófobo de la estelada. Sin datos exactos todavía, habrá que añadir, antes de que acabe el párrafo, la abstención estructural que anida en una exclusión social cronificada y que, como todo, va por código postal y por barrios. En algunas periferias catalanas, no vota al 10%. Los barrios altos votan siempre y la abstención nunca pasa del 25%. Todo apunta a que así será de nuevo –y de viejo.

Antes del domingo por la noche, justo antes de que cierren todos los colegios electorales que dejan fuera a un millón de conciudadanos que no podrán serlo, también tendremos cifra exacta del auge de las desigualdades sociales en Cataluña: seguiremos sabiendo a ciencia cierta que el riesgo de exclusión social afecta directamente al 29% de la sociedad catalana. 2.258.000 personas, según el último informe Foessa. No será necesario recuento para saber a ciencia cierta que 1.386 personas pasarán la noche de reflexión y la noche electoral –y muchas noches más, años incluidos– durmiendo al raso en las calles de Barcelona, ​​según la evaluación precisa que hace cada año la Fundació Arrels. Lo que también lloraremos, de saberlo demasiado, es que el domingo habrá cinco mujeres, al menos, que ya no votarán: han sido asesinadas durante el 2024 por un machismo hecho crimen que, durante el 2023, provocó una violencia sexual que cada día agrede a trece mujeres. Tampoco hay margen de duda ni de error ni encuesta alguna que lo desmienta: el lunes la emergencia climática continuará y, desgraciadamente y ante la sequía, miraremos más al cielo que a los resultados electorales para intentar solucionarlo. Pero la semana nos deja, terminando el párrafo, esperanzas mancomunadas: el martes nacía l'ACTE (Asamblea Catalana para la Transición Ecosocial), integrada por 270 entidades, colectivos y asociaciones bajo el lema Revuelta. Vida. Futuro. Más actos y menos palabras, porque la transición ecológica es a la vez inevitable e inaplazable y sólo debería ser socialmente justa. O esto o será ecofascista. El desfiladero se estrecha.

Antes del lunes por la mañana ya sabemos a toda costa que esa madrugada habrá habido 23 familias insomnes, pendientes de si los desahucian de la casa donde viven: un juez ya los habrá firmado –antes del día de reflexión, en rutina clasista y sin reflexionar mucho– el orden de desahucio. Y que habrá gente poniendo el cuerpo, tratando de impedirlo solidariamente. Y no, no es ningún dato concreto del lunes 13 de mayo del 2024. Es la gota china de cada día, en el ciclo del bucle acumulado de la violencia inmobiliaria. Al fin y al cabo, es lo que ocurrió cada día del 2023 –7.148 desahucios en la Catalunya que encabeza el ranking, de forma indiscutible e indiscutida, desde hace más de una década–. Cara de la misma moneda, es mucho más que previsible que cualquier día del mes de mayo nos vuelvan a recordar, también como gota china mientras se nos mean encima y nos dicen que (no) llueve, que el precio medio del alquiler en Barcelona ha batido de nuevo el récord del precio que se paga por vivir. Al cierre de este párrafo asciende a 1.178 euros, independientemente del resultado electoral del domingo.

Antes de que cierre la noche sabemos a ciencia cierta que los exiliados –los de hace 7 años y los nuevos– no habrán vuelto todavía, que las balanzas fiscales y sociales van descompensadas del todo y que todos los estados europeos se han apuntado a la falda. lera militarista y la locura belicista que tan buenos resultados ha dado siempre, a la luz de todas las historias y todas las guerras. Y esto incluye el presupuesto más militarista del gobierno más progresista: no puede hacer reír lo que sólo hace llorar. Y, de guinda final, incluso antes de que finalice el año, ya sabemos que el BBVA –aquel que se quedó seis cajas catalanas a precio de saldo regaladas por el FROB, ese banco armado directamente vinculado a la industria global de la guerra y que financia también el genocidio en Gaza– seguirá nutriéndose de beneficios extraordinarios, históricos y antológicos: 8.000 millones de euros durante el 2023, a razón de 22 millones diarios. 2.200 millones sólo durante el primer trimestre del 2024. A ver quién es el inteligente que dice haberlo conseguido con el sudor de su frente, el cansancio de sus brazos o un insoportable dolor de espalda –cuando es a costa de los sudores, agotamientos y dolores de todos los demás–. Recuentos preelectorales, bien drásticos, nada democráticos, ecológicamente insostenibles e íntegramente racistas, machistas y antisociales. Recuentos, recuentos, recuentos. Recuentos anticipados y resacas por adelantado. Buenas noches y buena suerte.

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