Hay chaflanes del Eixample y vestíbulos de edificios donde viven dos y tres personas sin techo. Que viven quiere decir que se están día y noche sobre colchones, entre colchonetas, carros con sus pertenencias y algún perro que les acompaña. Y cuando empieza a hacer bueno cada día se ven más, a menudo junto al lujoso paseo de Gràcia ya los recién estrenados ejes verdes. Algunos se protegen por la noche con vallas del Ayuntamiento.
Son los mismos chaflanes donde se despliegan cintas de plástico para impedir aparcar a los vecinos, acompañadas del rótulo “disculpen las molestias” porque se hará una filmación. En efecto, esta repentina apropiación del espacio público molesta a los vecinos, pero si no quieres disculpar a los de la película te aguantas, porque no tienes ningún sitio para ir a quejarte. Ningún responsable municipal explica qué beneficios económicos saca el distrito (o al que se destinan) de ceder sus pisos, escaleras, ascensores y fachadas como decorados.
Mesas junto a ventanales generosos acogen a jóvenes con portátiles y auriculares que trabajan mientras distraen los ojos de las pantallas mirando a la gente que pasa. Hasta que frente a estos mismos ventanales se levantan pilas de cajas de cartón vacías que los trabajadores del local van amontonando en la calle misma, probablemente porque su cabeza se ha encogido de hombros cuando han preguntado “De las cajas, ¿qué ¿debemos hacerlo?”
Las ciudades son hoy el gran espectáculo de la dualidad social y económica en el mismo sitio ya la misma hora. Vehículos de la limpieza pasan arriba y abajo, mientras la gracieta de la noche consiste en dejar las botellas y los vasos allá donde se ha bebido. Y comienza un nuevo día en Barcelona.