Es evidente que nos lo tenemos que hacer mirar. No es normal que se adore a una reina como también es inconcebible que se venere a un papa o a un dictador o las tres cosas a la vez, aunque unos hayan tenido que poner algo más que la partida de nacimiento para llegar a su destino. No tiene ningún sentido que hayan existido y que todavía existan familias que representan un anacronismo tan recalcitrante como las familias reales. Una banda de pijos que se piensan que están por encima de los demás solo porque tienen más nombres y más apellidos y un vestuario en forma de persona que les aprieta el cinturón en el sentido más literal del término. En el metafórico, la casa es grande. Y los palacios, todavía más. Quien paga no manda. Es evidente que ellos solos no sostendrían sus reinos, necesitan la complicidad de los representantes del orden establecido que les otorga este poder y la estrategia, que lleva siglos funcionando, de hacer que la sumisión y las reverencias sean una virtud. Se nota que no les duelen las rodillas. Pero, ¿cómo es que estas familias de vividores no solo no desaparecen sino que se reproducen lo bastante como para que las dinastías se alarguen de generación en generación? Se nota que llegan con tranquilidad a final de mes. Y que sus acólitos también se reproducen, como si la educación consistiera en transmitir a sus hijos esta adoración de las divinidades mortales. Alguien tiene que mantener el orden. Esto es evidente. Pero que sea una minoría es siempre muy chocante. ¿Es una minoría?
La reina de Inglaterra, por su cargo, y su cargo es lo único que conocemos (olvidemos todo el mal que ha hecho The Crown, que es infinito), es un personaje sin luces, solo tiene sombras, como todas las reinas que se mantienen en el cargo. Somos nosotros que ponemos luz a unos sentimientos imaginarios y a la construcción de estos personajes. Somos nosotros que hacemos colas de kilómetros para rendir homenaje a una persona muerta y para asistir a una comedia que es un drama y que es una comedia y que vuelve a ser un drama. No es extraño que nos dejemos llevar por el espectáculo, por la liturgia; lo hacemos constantemente, dejamos que la vida se nos llene de rituales tradicionales y todavía nos inventamos propios para sentirnos originales. Pero confío que hay una mirada con sentido crítico y del humor que se pasea por todo este desfile de disfraces ridículos y de seres culpables que los otros humanos perdonan, como si no fuera un agravante el abuso de poder. Y sé, también, que hay un ambiente de respeto profundo por esta caterva de parásitos que ni siquiera saben hacer correctamente su papel. Esto lo envidio. Su capacidad para hacerlo mal y no tener que soportar el peso de los errores, que los fans disculpan disciplinadamente por el peso que supone aguantar una corona que vale mucho más que todos los males que ha hecho la colonización y más allá. Suerte aún que África ha recordado sus muertos en la muerte de la reina.
En España siempre se ha intentado vender el rey Juan Carlos como una persona clave de la transición democrática. Tiene mérito que se haya comprado un relato que consistía en continuar aceptando las órdenes del dictador (atado y bien atado) y que el campechano no haya caído en una desgracia relativa hasta ahora. Muy relativa. Ni desgracia. Por eso nos tenemos que continuar preguntando por el papel que nos han otorgado a nosotros en el mantenimiento de este montaje que ya no sirve ni para explicar cuentos. En el precio que se paga por ir manifiestamente en contra. Y recordar que si nosotros no los echamos, ellos no marcharán nunca. Que estamos aquí para defender a las ranas.