El seguro de decesos (o “pagar a los muertos”)

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Todos los Santos en el cementerio de Poblenou, en Barcelona, el año pasado.

Mirándome las noticias en el ordenador, me aparece un banner que dice (traduzco de la lengua de Cervantes a la de Llull): “El seguro de decesos es realmente beneficioso”. Debajo hay una especie de cuadro azul con casillas. Algunas en blanco, otras con números dentro, el menor es el 45, y el mayor, el 75. “Clique en su edad para obtener más información”, te proponen. Es como un bingo del deceso. ¿Tienes 45? Empieza a pensar que no eres inmortal.

El seguro de decesos –“los muertos”, que llamaba mi abuela cuando le cobraban cada mes– es “realmente beneficioso”, pero ¿para quién? Para lo que la vende, para los supervivientes del muerto (no existe el verbo decesar), pero no para él. Contratar un seguro de este tipo es conveniente sólo si –como mi abuela– no quieres molestar ni muerta. Dice que morirse es caro, pero es una de las pocas actividades que no deben importarte nada, porque no la pagarás tú, ni tú eres responsable. Ya no estarás, por primera vez. La organización, esta vez, la delegas. ¿Te importará cómo te vistan y donde te cuelguen? Las críticas ya no serán para ti. Lo único que encuentro interesante, en un caso así, es que las personas que te han amado se rían y lloren a la vez y hablen bien de ti durante la ceremonia. Hay dos sistemas. Uno, contratar plañideras (lo veo extraordinario). El otro, y muy efectivo, es ahorrar, pero para un catering en el que no falte de nada. La mejor comida y el mejor vino. Ésta es la garantía, la única, de una ceremonia emocionante y con lágrimas. Y habiendo esto (que tendrás que dejar pagado, claro), la caja puede ser de porexpán.

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