¿Seguro que el problema se llama Sílvia Orriols?

La alcaldesa de Ripoll, Sílvia Orriols, en una imagen de archivo.
05/11/2025
4 min

La extrema derecha crece en todas partes. En Argentina, Milei, de quien se creía que estaba en crisis, ha renacido. Las encuestas, casi en todos los países, nos indican el desplazamiento del voto hacia un populismo derechista que, aunque no tenga todas las características de los movimientos fascistas históricos, tiene muchas cosas en común. Más allá de que las habilidades comunicativas puedan explicar una parte del decantamiento, existen unas causas objetivas que, aunque no de forma sencilla, también están en su origen. La desigualdad económica, la exclusión social, la falta de expectativas, la poca credibilidad de la política institucional, el temor de las clases medias a perder su estatus... La extrema derecha sabe jugar con los miedos, utiliza la inmigración como chivo expiatorio y promete redención y volver a una sociedad imaginaria, tribal, que ya no es posible. Respuestas fáciles y falsas a problemas sociales y económicos complejos. No se puede negar que todo esto ocurre porque los partidos políticos tradicionales no han sabido ni ser interlocutores de las preocupaciones ni responder a los cambios sociales. Que estas preocupaciones se expresen de formas brutales y desagradables no debería impedir escuchar más a la gente. Muchos jóvenes ya no sienten los valores democráticos como suyos ni creen que haya que defenderlos. Este movimiento de placas tectónicas de las preferencias políticas no es solo ni principalmente algo que incumba a la derecha, porque su electorado tradicional se haya vuelto más extremo. Los marcos políticos tradicionales se han fragmentado y se acaba engrosando el voto fascistoide desde varias opciones. Reacción a la humillación y al desengaño: el triunfo de la postpolítica.

En todas partes, la agenda la marca la extrema derecha con los temas más reaccionarios, y la retórica antiinmigratoria hace de engagement. Así, la derecha clásica entra en el marco mental del populismo totalitario, intentando evitar una sangría continuada de votos o de intención de voto. Esta es la relación de Vox y el PP. Estos últimos fían ya su subsistencia a que Díaz Ayuso diga lo mismo que Abascal. Imponen aquí y allá una retórica brutal, agonística, viscosa, que lógicamente contribuye aún más a debilitar una cultura democrática que, ante todo, exige respeto a la diversidad y a la pluralidad. Este desplazamiento hacia la política antisistema tiene en Catalunya una dimensión propia que no hace más que ampliar la tendencia general. Aparte del españolismo rancio de Vox, del independentismo ha surgido la misma versión antidemocrática y fascista, que no suple a la otra sino que la complementa. Aliança Catalana no aparece de la nada, es un producto elaborado al calor de la "década prodigiosa" del independentismo desatado. Que la frustración llevaría a algunos a posiciones extrapolíticas y antipolíticas resultaba bastante esperable. Solo hacía falta tiempo y gente con la desvergüenza necesaria para que alguien preparara el saco para recoger la parte más rudimentaria del movimiento hacia peligrosas actitudes estrambóticas.

Ahora, el independentismo de Junts se muestra aterrado al ver que la progresión de Sílvia Orriols en las encuestas parece imparable. Que puede hacer un gran resultado a su costa imponiéndose, incluso, en el arco interior, y muy especialmente en la Catalunya carlista. De hecho, Junts lo que hace es ir acercando su discurso sobre inmigración y temas identitarios al de la alcaldesa de Ripoll, que sabe que el tiempo juega a su favor y que es ella quien recogerá el voto del nuevo discurso de Junts. Incluso la llamada "ruptura" con Pedro Sánchez se ha entendido en esa clave de vuelta al provincianismo. El error puede resultar monumental. Entrar en el marco mental del adversario suele ser una mala apuesta. Se convierte en honorable el discurso de la alcaldesa de la extrema derecha catalana y se normaliza. Entre original y copia el elector siempre suele decantarse por lo primero. Esto, dejando a un lado que incorporar postulados que apuestan por la segregación y la división del país es una estrategia de moralidad dudosa. El problema de fondo no es el discurso de Orriols, hecho en un catalán que quiere simular ser antiguo, y que declama con entonación de Els pastorets. La cuestión es que existe un electorado, especialmente joven, que fue politizado a partir de 2010 con fórmulas simplistas, ejercicios de voluntarismo pseudoromántico y discursos de odio. Aunque los antiguos líderes se retirasen y afirmaran que había sido un juego fallido, algunos votantes se quedaron colgados de la escalera, prisioneros de conceptos aprendidos y con una determinada forma de concebir la política que poco tiene que ver con los valores democráticos y, menos aún, con cualquier atisbo de noción de la realidad. Aliança Catalana es un subproducto del Procés, guste o no. No tanto de su fracaso como de algunos modos y contenidos. Ahora el país tiene un 30% de la población dispuesta a votar a la extrema derecha. A los responsables de al menos una parte de este sesgo les correspondería hacer la pedagogía que en su momento no hicieron, en lugar de volver a surfear sobre la ola.

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