Una suficiencia empalagosa

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Salvador Illa y Pere Aragonès en un pleno del Parlamento  de Cataluña el junio del 2021

Durante los años en los que fue alcalde de la Roca del Vallès o bien ocupó cargos en el sottogoverno de los presidentes Maragall y Montilla, incluso cuando se convirtió en secretario de organización del PSC, el señor Salvador Illa i Roca había mostrado un perfil de hombre del aparato más bien discreto por no decir gris; especialmente, por contraste con la facundia declarativa y gestual del primer secretario, Miquel Iceta. 

Aun así, en enero de 2020 Pedro Sánchez lo designó ministro de Sanidad. Y quizás Illa hizo suyo ese dicho madrileño de autor anónimo según el cual “ministro es la única cosa seria que se puede ser en España”. O tal vez la inmediata irrupción de la pandemia y el subsiguiente protagonismo del titular de Sanidad, con comparecencias y ruedas de prensa diarias, con una audiencia mediática inimaginable pocas semanas antes, persuadieron al político del Vallès de que se estaba revelando como un verdadero estadista. Su gestión de doce meses justos frente al covid-19 no incluye ningún elemento remarcable ni para bien ni para mal, pero el hecho de que, en el cambio entre el 2020 y el 2021, Iceta le cediera el liderazgo electoral y el PSC lo aclamara como el taumaturgo del partido le debía de hacer creer que era realmente un salvador, tanto de nombre como de hechos. 

Ciertamente, los resultados socialistas del pasado 14-F fueron bastante mejores que en anteriores convocatorias, y el presidenciable Illa consiguió cruzar la línea de meta al frente, con una ventaja de 49.000 votos sobre ERC, pero dentro de una geometría parlamentaria que lo imposibilitaba para formar mayoría. Aun así, el exministro se pasó semanas repitiendo que las elecciones las había ganado él, que él era el legítimo aspirante a encabezar el gobierno y que existía una conjura (independentista, por supuesto) contra sus pretensiones. Habría podido tratarse de una pataleta pasajera, de un mal perder temporal. Pero hay elementos para pensar que es una actitud permanente; que es con estilo agrio, soberbio y despectivo como piensa ejercer el hoy jefe de la oposición.

Lo confirma el contenido de la extensa entrevista que dedicó a Salvador Illa el semanario El Temps en su número del pasado 27 de julio. A cualquier pregunta retrospectiva mínimamente incómoda, Illa responde con frases sentenciosas del tipo “a la ciudadanía le interesa ver qué pasará, no qué ha pasado”. Si el redactor le pregunta por la utilidad de su “gobierno alternativo”, el dirigente socialista –con manifiesto mal humor– replica apelando al principio de autoridad: “Yo puedo organizar la oposición como me parezca conveniente. [...] Yo decido cómo me organizo. [...] Yo en mi gobierno alternativo puedo aprobar lo que me parezca pertinente”.

En relación al modelo de inmersión lingüística, Illa sostiene que hay que “respetar los derechos lingüísticos de todas las personas”. Y cuando, lógicamente, el periodista le pregunta qué significa esto en el terreno práctico, el político se obstina en repetir la misma respuesta una y otra vez rechazando –para no perder los votos provenientes de Ciudadanos, hay que suponer– la menor concreción. Eso sí: subraya que “hay muchos catalanes que no pueden ver TV3” debido a su sesgo ideológico. Sobre aquellos otros que sumamos décadas sin poder ver TVE por el mismo motivo –pero también la pagamos– ni una palabra, está claro.

El afán del señor Illa para conservar y acrecentar el voto más españolista captado el 14-F se manifiesta de otras maneras. ¿El retorno de los exiliados? “No. La gente que está fuera de Catalunya [...] lo que tiene que hacer es venir, ponerse a disposición de la justicia y hacer frente a las consecuencias” de sus actos. “La justicia española es una de las mejores justicias europeas y respeta el estado de derecho”. ¿Hay que reformar el Tribunal de Cuentas? “No. Se tienen que asumir las consecuencias de no respetar el estado de derecho”.

Con todo, el mantra de la entrevista –y de los últimos posicionamientos públicos del líder de la oposición– es la necesidad de una “mesa de diálogo entre catalanes”, “porque hay un problema entre catalanes, de gente que quiere la independencia y gente que no la queremos”. Pero, según Illa, este problema no se resuelve contando en un referéndum cuál es el número de los unos y de los otros y ejecutando la voluntad que resulte mayoritaria, sino buscando “puntos de consenso”. Es decir, como los unionistas no aceptarán nunca la independencia, el “consenso” consiste en que los independentistas renuncien a su objetivo y se concentren en asuntos como la financiación, la reanudación del turismo, la transformación de la industria automovilística, los fondos Next Generation, etcétera. Las cosas “que importan a la mayoría de catalanes y catalanas”, vaya; Illa no tiene ningún inconveniente en emplear el mismo tópico sudado, vacío y banal que han usado a lo largo de los últimos veinte años desde Aznar hasta Arrimadas. 

Es remarcable que quien repite hasta siete veces esto del imprescindible “diálogo entre catalanes” sea incapaz de responder con un mínimo de fair play y de respeto a las preguntas de un periodista.

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