La guerra sucia judicial, o lawfare, apenas ya es noticia en España. Debemos entendernos: ocupa portadas y abre telediarios, pero es cualquier cosa menos un secreto o una sorpresa. Admiten su existencia, de forma más o menos abierta, diferentes fiscales y jueces cuya ética todavía les permite escandalizarse de lo que verdaderamente es un escándalo y se produce a ojos de todos. El último caso es la condena a la que hasta hace poco fue fiscal general de España, Álvaro Garcia Ortiz, cuya sentencia se ha hecho esperar casi tres semanas y unos razonamientos jurídicos que han hecho volver a llevarse las manos a la cabeza, al menos, al sector progresista del ámbito judicial español. Que el contexto de la condena sea un pulso de la fiscalía con la pareja de la presidenta de Madrid lo hace todo tristemente comprensible. Que Ayuso es una intocable que ha superado varios escándalos que habrían tenido que tener consecuencias penales (solo durante la pandemia: compraventa de mascarillas sanitarias, construcción exprés del hospital Isabel Zendal, fallecido de más de siete mil personas en los geriátricos de Madrid a causa de los llamados protocolos de la vergüenza; declarar) es un hecho sabido. Sabemos ahora que también son intocables su novio y su asesor.
Como en el juicio del Proceso, la sentencia del Supremo contra García Ortiz considera delito un hecho que no lo era (la publicación de una nota de prensa: para el lector que no esté al caso, lo remitimos a la abundantísima hemeroteca al respecto). También como en ese caso, el tono general del texto desprende aquel tufo orteguiano del España y yo somos así, señora, ese tipo de fatalismo según el cual las cosas son como son y no pueden ser de otra manera, que se encuentra en el fundamento ideológico mismo del nacionalismo español.
La justicia española vive inmersa en el nacionalismo banal que describió hace tiempo Michael Billig, por lo que la mayoría de sus cabecillas ni se dan cuenta de que hacen esto, justicia nacionalista. Acción judicial para defender un estado de cosas, un sistema de poder, que ellos llaman patria. Eso que esta gente llama "España", y se llenan la boca, no es más que un sistema de privilegios del que ellos son, a su vez, custodios y beneficiarios directos.
Personajes como el juez Marchena, que se permite incluso recolocar a su antojo a su hija dentro de la carrera judicial, o como la jueza Lamela, que envió a los Jordis a prisión preventiva sin motivos tras escucharles declarar mientras miraba el móvil, es evidente que no trabajan desde la idea de la justicia como servicio público, como instrumento del bien de un, como instrumento del bien. Sin embargo, ocupan los puestos más altos de la magistratura, y desde allí se permiten fulminar desde ciudadanos particulares (no si son pareja de una dirigente pepera) hasta fiscales generales del estado o presidentes de la Generalitat. Cuando hablamos de golpes de estado desde las instituciones nos referimos exactamente a esto.