El Gobierno de las Islas Baleares se querellará contra Naim Darrechi, el tiktoker mallorquín que hace unos días levantó polémica después de que, en el marco de una conversación con otro influencer, explicara entre risas que, vista la disminución de placer que experimenta cuando mantiene relaciones sexuales con preservativo, de un tiempo a esta parte ha decidido no ponérselo. Pero, ¿y ellas? ¿Que quizás no dicen nada? Las preguntas del interlocutor de Naim son la antesala de la lamentable respuesta del tiktoker, que no duda en confirmar que, para evitar eventuales negativas por parte de las muchachas, les dice que es estéril, que no puede tener hijos porque se ha operado, y así se acaba el problema. Y como a menudo es más fácil engañar que autoengañarse, Naim todavía comenta que es consciente que el embarazo puede producirse desde el momento en que él en realidad no es estéril: en ese caso, sin embargo, Naim está tranquilo, y por eso termina el tema dejando caer que, si accidentalmente acaba teniendo un niño, bendito sea. Bendito sea, dice.
Un fenómeno como el de Naim Darrechi no puede pasarse por alto a la ligera por muchas razones. Personalmente, tengo que reconocer que nunca he sentido el más mínimo interés por el mundo del TikTok, y hasta hace muy poco no tenía ni la más remota idea de quién era Naim Darrechi. Es por eso, supongo, que me ha llamado tanto la atención descubrir que el joven tiene casi veintisiete millones de seguidores en la plataforma –¡veintisiete millones!–: para hacernos una idea del alcance de su repercusión, es como si todas las personas que viven en Australia siguieran a Naim y, aun así, todavía tendríamos que añadir otro millón de individuos para acercarnos a los veintisiete.
Aun así, las palabras de en Naim no se han traducido en una bajada flagrante de seguidores, y paralelamente a las peticiones de organismos como el Instituto Balear de la Mujer, que pide que se cierren las redes del tiktoker, los influencers defensores de Naim intentan quitar hierro a la cuestión como pueden, criticando a sus detractores y atribuyéndoles un componente a veces exagerado, a veces oportunista. El interlocutor de Naim también intentó justificarse diciendo que, una vez acabada la conversación que mantuvieron, y siempre con muchos zooms, cambios de colores, sonrisas burlonas y muecas excesivas, recomendó a los espectadores que hicieran como si no hubieran oído aquella parte. Y el problema quizás es este: una declaración como la de Naim no tendría que despacharse con tibieza ni haciendo bromas, sino con una contundencia que seguramente es bastante incompatible con el formato TikTok. Si Hannah Arendt hablaba de la banalización del mal, hoy en día, y gracias en buena parte a TikTok y a otras redes similares, casi podríamos hablar de una banalización de la banalidad: la banalización colectiva de todo aquello que hacen y dicen los influencers cuando se sienten protegidos por una plataforma que es justamente una oda a la banalidad, a la superficialidad, a la nada entretenida.
En el caso de Naim se pueden encontrar muchos elementos preocupantes: la angustia que debe de haber invadido las muchachas que han estado con él de manera íntima y que quizás se sienten estafadas, ingenuas, incluso injustamente culpables; la inconsciencia con que el mismo Naim considera que decir aquello en voz alta es muy normal y legítimo; la disculpa tan insulsa e impostada con la que intenta arreglar las cosas cuando se da cuenta que el tema se está poniendo serio; las salidas a la defensiva de quienes se han sentido salpicados por una reacción colectiva, social y política que encuentran desproporcionada. Lo que más nos tendría que angustiar, sin embargo, es el hecho de que un narcisista de esta talla ética y moral y con unos parámetros tan bajos de inteligencia emocional pueda ejercer influencia sobre otros jóvenes a un nivel profesional y a una escalera tan enorme, generando una forma de fascinación que es capaz de hipnotizar a millones de personas ante una pantalla.
El peligro que esto lleva implícito es muy evidente: cuando le des a alguien un micrófono y un público, la persona en cuestión puede llegar a perder el filtro de la prudencia y a pensar que todo lo que diga será interesante, relevador y valioso, incluso cuando aquello que dice es un grandísimo despropósito —hace no mucho que ya soltó una buena perla al expresar su posicionamiento hacia el aborto— o una declaración que, corto y claro, justifica una conducta intolerable y manipuladora que es también, y se mire como se mire, una forma de violencia hacia las mujeres con quienes se ha acostado.