1. Pisar. Cuesta entender un juego de los disparates como el que vive la política catalana desde las elecciones de febrero. Todos sabemos que es en el área de proximidad de las personas cuando surgen los peores resentimientos. Y en la política no hay enemigo más inquietante que el que ronda el espacio propio. Todo el mundo aspira a ganar terreno en las franjas de proximidad ideológica y social, por lo tanto, en el territorio del vecino y potencial aliado. No nos tiene que chocar la rivalidad entre este magma indefinido denominado Junts per Catalunya (un nombre que no disimula la voluntad de atraparlo todo) y un partido de larga historia y perfil ideológico, Esquerra Republicana de Catalunya. Es evidente que se pisan. Y que las relaciones de fuerzas están cambiando. De hecho, por primera vez Esquerra se ha puesto por delante. Y esto les cuesta aceptarlo a aquellos que tienen tendencia a confundirse con el conjunto del país.
La política es un espacio más de la comedia humana y es ridículo escandalizarse por sus miserias en términos de ambiciones personales. Pero todo tiene un límite. Y lo que se hace difícil de entender es cuando la pugna entre socios llega a un nivel suicida. Que es lo que está pasando ahora mismo: están tirando la casa por la ventana. Y parece que alguien esté buscando –por resentimiento o por impotencia– unas nuevas elecciones que podrían ser el final de la escapada. ¿No hay nadie con autoridad para decir las cosas por su nombre y evitar hipotecar el futuro a la melancolía? ¿Nos tenemos que negar la verdad en nombre de la gran promesa?
2. Desbarajuste. No es por casualidad que se ha llegado hasta aquí, ni lleva a ninguna parte querer minimizar el lamentable espectáculo que estamos viviendo. No vale como excusa que hay gobiernos de coalición en Europa que han tardado dos años en formarse. Ni son equiparables las circunstancias ni es deseable un desbarajuste así. Y menos cuando se está en una situación de excepción. Se trata de salir de la larga resaca de octubre de 2017. Como decía Kierkegaard –y Philipp Blom nos lo recuerda en su último libro–, “la vida hay que entenderla hacia atrás, pero hay que vivirla hacia adelante”. Y, en política, esto significa avanzar hacia el futuro con la optimización de las fuerzas de las que se dispone y, por lo tanto, de los costes y de los riesgos.
La línea que separa hacer política de jugar a hacer política (lo que Sartre llamaba la mala fe) es muy fina. Y saltársela acostumbra a tener consecuencias graves. Me parece que esto es lo que está diciendo Pere Aragonès cuando intenta llevar las cosas por caminos realmente transitables, sin perder hasta la camisa ni ir a buscar situaciones fuera de control, condenadas a ser perdedoras.
Si se ha llegado a esta situación es por los errores acumulados desde que en octubre de 2017, sin capacidad para hacer efectiva la independencia, se optó por la declaración simbólica en vez de convocar elecciones, que habrían hecho más difícil el despliegue de la oleada represiva y habrían permitido al independentismo seguir acumulando capital. A partir de ese momento, el impacto del 155 (el rechazo de la vía política por parte del PP y el PSOE), la persecución judicial, la división entre los que se quedan y los que se van, la incapacidad del Govern, la frustración personificada en la figura de Torra, un president que no ve perspectiva a su función y busca su inmolación, marcan una línea de degradación que está afectando seriamente al país. La pandemia dio una falsa tregua, la política quedó en suspenso pero los desencuentros no, y así hasta llegar al patético espectáculo actual.
En este tiempo, el gobierno de Pedro Sánchez, aplazando cualquier vía de aproximación, ha perdido la oportunidad de contribuir a llevar las cosas a un terreno más civilizado, que no deja de ser una manera de seguir contribuyendo al hecho de que se pudra todo. Una razón más de la urgencia de formar un Govern que juegue las cartas que tiene y haga avanzar al país. Solo por melancolía se puede creer en atajos que no llevan a ninguna parte. Y es una falta de respeto a los ciudadanos perder el tiempo de este modo.
Josep Ramoneda es filósofo