BarcelonaEn todas las democracias del mundo la relación entre el poder político y las fuerzas del orden es fruto de un equilibrio muy delicado. El responsable político (representante de la mayoría parlamentaria) tiene que poder tener una relación fluida con el jefe operativo, pero respetando siempre la independencia del cuerpo y sin caer en la tentación de la utilización partidista. En España, por ejemplo, hemos visto el peligro de la politización de la policía en el llamado caso Kitchen, en el que se investiga si el PP usó recursos de la Policía Nacional para espiar a Luis Bárcenas y destruir pruebas incriminatorias. Y es habitual que, cuando gobiernan, el PP y el PSOE, y los respectivos ministros del Interior, cambien la cúpula tanto de la Policía Nacional como de la Guardia Civil (el ministro Marlaska incluso ha tenido que defender esta prerrogativa ante los tribunales cuando fue denunciado por el coronel Diego Pérez de los Cobos). En conclusión, tiene que haber una confianza mínima para funcionar, pero respetando el ámbito de cada uno, político o técnico.
Todo esto nos lleva a la destitución del mayor Josep Lluís Trapero como jefe de los Mossos y la remodelación de la cúpula policial decidida por el conseller Joan Ignasi Elena. El caso Trapero no es un relevo más, puesto que tiene unas características muy específicas. Se trata del jefe policial que fue unánimemente elogiado por su gestión de los atentados del 17-A (solo los cuerpos policiales españoles intentaron socavar el prestigio de los Mossos con maniobras miserables, como la del supuesto aviso de la CIA) y de la persona que se enfrentó precisamente a Pérez de los Cobos en el operativo policial del 1-O e intentó evitar costara lo que costara la violencia contra las personas congregadas en los colegios electorales. Este hecho provocó que la Guardia Civil y la Fiscalía lo situaran como pieza clave para construir su delirante teoría sobre la rebelión, y le costó la destitución a raíz del 155 y vivir casi tres años de ostracismo con la espada de Damocles de una condena de 11 años de prisión.
Trapero se convirtió en un primer momento en un héroe para algunos independentistas, pero este idilio se rompió cuando, en el marco del juicio del Procés, declaró que había preparado un plan para detener a Carles Puigdemont y su Govern si se lo ordenaba la justicia durante octubre de 2017. De alguna manera su figura ha trascendido el ámbito puramente policial hasta convertirse en un icono, en parte por su personalidad, cosa que puede haber jugado en su contra. Además, no es ningún secreto que el mayor se ha opuesto internamente a los cambios en el cuerpo forzados por el pacto de investidura entre ERC y la CUP, como por ejemplo la retirada de acusaciones a manifestantes o el desmantelamiento del cuerpo de abogados de los Mossos, además de las presiones para cambiar y rebajar los operativos de los desahucios. Todo ello había enturbiado la relación entre él y el conseller Elena y otros cargos de Interior como Pere Ferrer, el director de la Policía.
Trapero, sin embargo, merece el máximo reconocimiento técnico y profesional, y siempre será el comisario jefe que llevó a los Mossos a otro nivel, al de una policía homologable con la de cualquier país del mundo en momentos críticos contra la lucha antiterrorista. También ha sido una víctima política del Procés, porque al fin y al cabo él solo quería ser un policía honrado que preservara la integridad del cuerpo de los Mossos.