Leemos en el ARA el caso de la pobre madre que picaba desesperada la persiana del bar donde había quedado atrapada su hija de 16 años, por la riada, y que acabó muriendo ahogada allá dentro. En la tele, una abuela dice que su hija, con un bebé de 14 días, está en una azotea, y suplica, llorando, que la rescaten. Inmediatamente pienso que si mamá no le da el pecho –yo no lo di– el bebé debe llorar de hambre y quizás no tienen nada que alimentarlo.
Cada caso es más terrible que el anterior, y en cada caso te preguntas cómo es que no hay allí, ahora, todos los helicópteros y todos los aviones y todos los soldados disponibles. ¿O es que los ejércitos sólo sirven para destruir? ¿Por qué los testimonios que tenemos, de la terrible catástrofe, parecen dejados de la mano de Dios, abandonados a su suerte? ¿Cómo es que en tragedias más escasas se habilitan ayudas inmediatas? ¿Por qué ahora, todavía, hay gente que no sabe si sus seres queridos están vivos o muertos? ¿Por qué no hay alguien allí con teléfonos cargados para que todo el mundo, cada uno, pueda llamar? ¿Cómo es posible que se haya abandonado así las víctimas de la mayor tragedia de los últimos años? No se entiende la resignación de todos los no implicados en el desastre. ¿Cómo es que en esta tragedia, una tragedia que ha golpeado como nunca a los valencianos, todo parece continuar? ¿Cómo es que enseguida nos hemos movilizado por otras causas? ¿Cómo puede que en estos momentos todavía haya desaparecidos? ¿Por qué el rey de España no está allí sacando agua? ¿No hará ningún discurso esta vez? ¿Quizás la está preparando y la cosa va despacio? Qué tragedia, la soledad de todas estas personas, que han perdido más que su casa.