En ciertas cuestiones es imposible ser equidistante. El velo de las mujeres, si es obligatorio, es incuestionablemente una prenda machista en cualquiera de sus variedades. Más grave, evidentemente, cuantas más partes del cuerpo cubre, porque es justamente eso lo que se busca: que la mujer no pueda mostrar su cuerpo, como si el físico de cualquiera fuera algo para avergonzarse. El velo es equiparable a la exhibición sistemática de una pancarta machista, y ya sólo por eso su uso puede considerarse una forma de violencia sobre la mujer, una más de las que, de hecho, defienden públicamente algunas religiones.
Sin embargo, en el debate sobre su prohibición hay que tener presente que quien la defensa a menudo es tan machista como quien impulsa el uso del velo, ya veces es también racista. No es que le importe en absoluto la discriminación de las mujeres que profesan algunas religiones, sino que lo que rechazan son las personas de un determinado origen étnico, que se les pone de manifiesto cuando salen a la calle y no ven el paisaje humano que había hace cuarenta años, sino cada vez más velos que señalan, precisamente, que hay una persona que no es. No se confundan. Estas personas sienten la misma sensación de desecho cuando ven pieles más oscuras u ojos más orientales en alguien vestido con ropa occidental. En realidad, rechazan las razas que no son la suya. El velo sólo es una excusa. Y los políticos que se aprovechan de estas ideas racistas y las difunden aún más sólo buscan conseguir escaños en el Parlament y asientos en los ayuntamientos para ganarse la vida con un sueldo público diciendo barbaridades a diestro y siniestro que nunca llevarían a cabo si gobernaran.
¿Creen de verdad que la administración trumpista expulsará a todos los inmigrantes de Estados Unidos? Obviamente no, porque sus votantes no quieren recoger las cosechas, trabajar de camareros ni limpiar aseos, siempre por cuatro reales y con horarios inhumanos, y por tanto los grandes empresarios los necesitan. Además, la ciudadanía no quiere pagar precios más altos por servicios que serían mucho más caros si los prestaran americanos de origen. Lo que se está viendo en EEUU ahora con este tema es sólo cosmética política cruel y engañosa para los votantes, que se hace escogiendo sólo a unos pocos de estos inmigrantes más llamativos. Al resto los necesitan, y si no se caen en un delirio racista –nada es descartable– los mantendrán.
Volviendo al velo, el debate actual al respecto es puramente oportunista. Sería muy deseable que ninguna mujer tuviera que llevar prendas denigrantes a los espacios públicos, pero también sería positivo que pudieran hablar y reunirse con otros hombres, y que no tuvieran que callar cuando habla el marido. Por cierto, estas costumbres también forman parte, aún y desgraciadamente, de nuestra cultura para demasiadas personas, y de eso nadie habla.
Las prohibiciones, si no son muy limitadas a algunos espacios públicos cerrados muy concretos, suelen ser contraproducentes. Ha sacado más velos de la calle el paso del tiempo y el arraigo y la integración en nuestro país que cualquier prohibición. El esfuerzo, por tanto, debe avanzar en este sentido. Las comunidades de acogida no debemos ocultar cómo somos y lo que nos gusta, sino compartirlo abierta y francamente con los recién llegados, porque es la única forma de favorecer la integración voluntaria, que es, con gran distancia, la más eficiente de todas.
Y en esta tarea de pura y pacífica persuasión, ningún colectivo debe olvidar nunca la lucha contra el machismo. sacerdocio femenino y acabar con lo que no es más, también, otra expresión de machismo. se ha hecho en Europa en las últimas décadas.
Pero reglamentar cómo hay que vestir a la gente en el espacio público es absurdo si se desea rechazar a las mujeres con velos. no la exclusión, se favorece el aprendizaje mutuo