Que vuelva la iniciativa a quien la tuvo

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Manifestación del Once de Septiembre del 2014.

Uno de los principales errores del análisis político actual, desde mi punto de vista, es olvidar que el independentismo creció durante la primera década del siglo XXI no por iniciativa de los partidos políticos sino, al contrario, en una dinámica que fue, como se suele decir, de abajo arriba. Es decir, una lógica que desbordó a los partidos y los forzó a hacer cambios radicales. Es el caso de la Convergència de Artur Mas, que primero se tuvo que desprender de Unión y acabó abrazando la independencia siempre con un punto de resignación. Y también es el caso de ERC, que, en plena explosión de independentismo cívico, en 2010 perdía la mitad de su apoyo electoral y se veía forzada a renovar toda la cúpula dirigente en 2011 y a elegir como presidente a un Oriol Junqueras hasta entonces en sus listas pero como independiente. Y no huelga recordar que la CUP no se presentó a las elecciones al Parlament de Catalunya hasta 2012, empujada también por la efervescencia independentista.

Muchos comentaristas políticos, sin embargo, siguen obcecados con las dinámicas partidistas porque son las más fáciles de ver, las más cómodas de describir y las más asequibles para especular. De aquí que, equivocadamente, todavía haya quien sostenga que el movimiento se hizo grande a raíz de la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010. Bien es verdad que tal sentencia fue resultado, sobre todo, del temor al cambio de fondo en las expectativas soberanistas de los catalanes que los aparatos del Estado –muy bien informados– ya habían evaluado antes y mucho mejor que los mismos partidos catalanes. Pero hay vida política fuera de los partidos. Y, sobre todo, había habido.

Entiendo que la terminología política convencional hable de los movimientos bottom-up, de abajo arriba. Pero en este caso sería más preciso habla de una presión outside-in –en inglés, parece más técnico–, de afuera (de la política partidista) hacia adentro (de la política institucional). Es decir, el independentismo se creció con la Plataforma pel Dret a Decidir, las consultas de Arenys de Munt o la acción de decenas y decenas de organizaciones cívicas, unas de larga trayectoria y otras nacidas alrededor de aquel despertar. Y se fue consolidando con el testigo de viejos luchadores de todo el espectro ideológico y profesional –los Broggi, Barrera, Domènech, Bassols...–, el apoyo del mundo de la cultura o la iniciativa tan decisiva como discreta de una parte sustantiva del mundo empresarial. Y los partidos, sencillamente, fueron a remolque. 

Ahora, del mismo modo que la Transición al régimen del 78 se hizo con un gran ejercicio de olvido colectivo, la parálisis del independentismo también parece que se quiere conseguir borrando los fundamentos más recientes. Y es cierto que algunos independentistas se pueden sentir arrastrados a arañarse vistas las batallas entre partidos. Pero es una agresividad virtual que fundamentalmente se produce en las redes, y que sería un error monumental tomársela como indicador de un estado de ánimo general. Mi impresión es que las batallas partidistas, si bien no hacen renunciar al anhelo de emancipación, lo que provocan es cansancio, decepción y desaliento. Raso y corto: el independentismo de los partidos ahora mismo no tiene un regreso inside-out, de dentro hacia afuera.

El independentismo creció contra aquel catalanismo del ir tirando que no estorbaba al Estado, y de dejar que pase el tiempo del autonomismo. Y ahora existe la tentación de volver al ya se hará de los gobiernos llamados efectivos. Pensar que los partidos liderarán el camino hacia la independencia sin que sientan la presión del independentismo cívico, es vivir en las nubes. De forma que volvemos a necesitar a los grandes luchadores, a las viejas y nuevas organizaciones locales y nacionales, a los actores, cantantes y artistas plásticos, a los profesionales y empresarios. Hace falta que vuelva la iniciativa a quien ya la tuvo.

Salvador Cardús es sociólogo

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