Vuelve la era de la impunidad

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Había sobrevivido a tantas amenazas que Lokman Slim parecía la excepción a la norma no escrita que dicta el Líbano, según la cual quien conserva la independencia y el espíritu crítico lo puede pagar con la vida. El intelectual, fundador con su esposa, Monika Borgman, del centro de recuperación de memoria histórica UMAM y habitual en la prensa y las tertulias, en las que defendía la laicidad y un sistema político democrático más allá de castas y cupos sectarios, llevaba décadas enfureciendo con sus críticas al partido chií Hezbulá por sus interferencias en Oriente Próximo y sus propias acciones dentro del País del Cedro. 

Lo hacía a fuerza de decir lo que pensaba, de organizar exposiciones y mesas redondas donde criticaba sin excepción a todos los grupos sectarios que se habían implicado en crímenes durante la guerra civil -17.000 personas siguen desaparecidas desde ese conflicto, que terminó en 1990- y de no alinearse con su propia secta. Lokman, chií de nacimiento, seguía viviendo en los suburbios chiíes controlados por Hezbulá -en Haret Hreik, su núcleo central en Beirut- pese a los múltiples encontronazos y amenazas del Partido de Dios. Lo hizo hasta el jueves, cuando fue hallado muerto con tres disparos en la cabeza en el coche alquilado con el que había visitado a un amigo en el sur del país. El jueves por la mañana, Monika había tuiteado -raro en ella- un llamamiento desesperado en las redes sociales. “Lokman no responde a su teléfono y nadie le ha visto desde anoche a las 8 PM. Por favor, compartid cualquier información”. Poco después, el hallazgo de su cuerpo sobrecogía a un país que nunca termina de acostumbrarse a que sus pensadores sean acallados con las armas. 

A finales de 2019, su casa había amanecida cubierta de pintadas que rezaban: "Gloria a quienes te silencien" o "Hezbulá es el honor de la comunidad islámica". Por si hacen falta más pistas, Lokman fue ejecutado en territorio de Hezbulá, y todo lo que pasa en su zona es sabido, consentido o acometido por el Partido de Dios. Hijo de un antiguo diputado chií, el abogado y jurista Mohsen Slim, Lokman estudió filosofía y lenguas antiguas en la Sorbona de París antes de regresar al Líbano, a finales de los años 80, cuando la guerra aún desangraba el país. Dedicó su vida a impedir que las memorias del conflicto se olvidaran abriendo paso a una nueva edición del baño de sangre en un país dividido por 18 comunidades sectarias y por un sistema político que perpetúa la división y dificulta el secularismo. Lo hizo mediante documentales, películas, debates y tertulias y su centro de exposiciones. 

En el Líbano, con una ristra insoportable de asesinatos políticos, hacía ocho años que no mataban a ninguna figura conocida: la última fue Mohamad Chatah, ex ministro de Economía que voló con un coche bomba en 2013 con sus tres guardaespaldas. También él criticaba abiertamente la actuación de Hezbulá en la guerra de Siria y en otras aventuras iraníes en Oriente Próximo, y el peligro que representa para el Líbano. Pero la pandemia tiene ramificaciones inescrutables, entre ellas la impunidad que se ha generado en el mundo ahora que los países están demasiado preocupados en salvar sus economías y sus pueblos. China prosigue su genocidio cultural en Xinjiang, Rusia detiene a miles de opositores solo por defender a Navalny y la Junta Militar birmana se autoaplica un golpe de estado para librarse de los civiles a quienes había introducido en el poder, sin que nadie se inmute.  

Muchos temen que la ejecución de Lokman reabra el paréntesis de los asesinatos políticos en el Líbano, y que ese periodo sea el prólogo de un nuevo conflicto civil en un país siempre al borde del abismo. Hezbulá ha aprendido en los últimos años mucho sobre impunidad. Su implicación en las guerras de Siria y Yemen, donde apoya los intereses de Teherán -con quien le une, junto a Damasco, un pacto de protección mutua-, le ha costado un precio en vidas de combatientes pero la falta de críticas ha aumentado su arrogancia. En los cables de Wikileaks, Lokman aparecía vinculado a la embajada de EE.UU. porque apoyaban sus proyectos culturales. Quienes airean aquellos mensajes para justificar su muerte se retratan a si mismos. Uno de sus últimos proyectos surgió para investigar el destino de los desaparecidos de la guerra del Líbano. Se llamó Badna Naaref, Queremos Saber. Su empeño en buscar la verdad es lo que lo ha matado, y no hay esperanzas en que algún día sepamos, con seguridad, quién lo hizo, salvo que, como pide su familia, lo investigue la justicia internacional.

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