Barcelona"Buenos días, vengo porque me he hecho daño en el pie", digo. Y la recepcionista, que se ha mirado mi tarjeta sanitaria, hace: "Muy bien, Amparo, tienes que ir a la sala de espera tres". A estas alturas de la vida –pasado medio camino– me conmueve ese simple detalle: alguien me dice por el nombre y con esa pulcritud. "Tengo hora en psiquiatría y no me va la tarjeta", dice resoplando una chica, impaciente.
Miro a mi alrededor. En urgencias están los enfermos, que sienten dolor y no están para nada, desgarbados como muñecos por las sillas de plástico, y están los que vienen a hacerse análisis o pruebas, que están con el móvil o el ordenador, como este chico de pelo pelirrojo, con chándal, que aprovecha el wifi gratuito para trabajar, y están los acompañantes, que también están con el móvil, aunque levantan la cabeza, de vez en cuando, para que no les pase turno. Da mucho miedo y mucho respeto a que te pase el turno. A mí me hace. Me miro mi número. CFK, que, en la pantalla, va después del C6Z y el K95. Todos en la consulta 20. CFK. Lo compruebo y lo vuelvo a comprobar. En el médico todos tenemos este pequeño acceso de TOC benigno. "¿Lirilla Cerval?", grita una enfermera con un tono tintineo e interrogante. Y efectivamente, el nombre corresponde a una mujer, ávida como yo, que exclama: "¡Yo, yo!". Y corre, corre, no quiere hacer esperar a nadie, ni a los demás.
"Hola, adelante, ¿qué tal?", siento que le dicen dentro de la consulta. A mi lado una cuidadora con una señora mayor en silla de ruedas. La señora lleva una bolsita con papeles. "Después, si podemos, la echaremos en el contenedor azul", repite. Y la cuidadora mueve la cabeza, pero sin atención. Sí, sí, lo echarán. Está por el móvil, también. No entiendo cómo puede manejarlo con estas uñas tan largas, incompatibles con plantar nada. Los móviles han cambiado la forma de hacer crónicas. Hablar con desconocidos ya no es lo mismo. Tienes que forzarlo. Antes no era necesario, sólo le mirabas y empezabas conversación. A mí siempre me ha gustado mucho, hablar con desconocidos. Todo el mundo que conozco dice que se hace mayor y que se vuelve misántropo, pero yo, contra todo pronóstico, disfruto de las palabras vacías, de las vidas ajenas, de la preciosa banalidad simpática.
Una pareja de ancianos, él con bastón, salen poco a poco, arrastrando los pies. "¿Harás caso a lo que te ha dicho la doctora?", pregunta la mujer, con un crepado bonito, como una pagoda. "¡No!", hace él, amurallado. "¡Y no me cojas!". Ella suspira con indiferencia, se nota que está acostumbrada al mal humor. En el mostrador, hay un hombre que de espaldas se parece mucho a Sergi Pàmies. Juego a fingir que lo es. ¿Por qué ha venido? Por cualquier cosa poco grave, rutinaria. Entonces, cuando se gira, veo que de cara no se le parece nada. O quizás no lo sé ver. En cambio, la voz sí tiene una retirada. Me gustan las voces, también.
Un chico con la mochila en los pies –pero aquí nadie robará– mira, claro, el móvil. He dicho "un chico", pero ¿cuántos años tiene? ¿Quizá cuarenta? Me cuesta decirlo. "¿Esperas para urgencias?", le pregunto. "Sí, sí", me dice él. Pero no parece enfermo. "Yo me he hecho daño en el pie, no sé si es el sitio...", digo. "¡Al pie? ¡Cómo Leticia!", responde él en broma. "¿La Leticia? ¿Qué le ha pasado?". Entonces se pone el brazo en la nuca, abandonado, y contesta: "Se ha roto una falange, pero no sé muy bien. Lo han dicho en la radio".
Una médica con la bata desabrochada y la mascarilla en la bajo barba pasa por nuestro lado. "¿Qué día son las elecciones?", le pregunto al chico, que quizá no sea chico. "Pronto, pronto, pero no lo sé decir. ¿Saldrá la de Ripoll? Espero que no! ¡Mi novio es colombiano!". Una señora, que miraba también el móvil, se nos mira: "A mí se me está haciendo muy ligera, esta campaña", dice. "Ni la noto". Sonrío. "CFK", veo en la pantalla. Me toca. "¡Eh, ei! ¿A quién debemos votar?", me pregunta el chico.