Barcelona latina, mucho más que reguetón
La migración latinoamericana multiplica la riqueza musical de la ciudad y crea un circuito con decenas de géneros y centenares de conciertos oficiales y espontáneos
"¡Diablo!" Se oye un grito desde la pista de baloncesto del Parc de l'Espanya Industrial, de rabia o celebración, habitual entre los jóvenes dominicanos musculados que dominan las canchas de baloncesto. Entre las chimeneas que rodean el recinto, Vanessa empieza a preparar su grupo de baile popular boliviano. Lo que bailan se llama caporales y es una más de las decenas o centenares de expresiones culturales con las que los ciudadanos latinoamericanos enriquecen Barcelona sin que gran parte de la ciudad se entere o preste mucha atención.
Lo hacen por amor a la tierra, por inercia festiva, para tejer comunidad con unos compatriotas con los cuales comparten un camino migratorio nunca fácil, a menudo lleno de heridas, pero también de alegrías. “Con la música, el baile y la comida nos sentimos más cerca de nuestra tierra”, dice Vanessa. En pocos minutos han llegado unos 200 jóvenes de al menos cinco grupos diferentes de caporales, que llenan este espacio gris cerca de la estación de Sants con vestidos de colores vivos.
Sin tan siquiera salir del parque, la fuerte impronta latinoamericana se siente en altavoces que escupen cumbia o reguetón, en los grupos de morenada (otro baile boliviano) y en las clases de salsa, y a pocos metros de allí, en los carteles que empapelan el barrio, unos con las fiestas nacionales de Bolivia y de Ecuador que se acaban de celebrar a principios de agosto en el Parc del Fòrum, otros con el retorno de Los Van Van, estrellas del songo, a Razzmatazz. E incluso encontramos un cartel de La Guía Latina, que intenta aglutinar los negocios de este amplio continente vertebrado por una cultura atravesada por la supervivencia, la música, la vida en la calle y las heridas coloniales.
De los cerca de 350.000 extranjeros empadronados en la ciudad de Barcelona (Idescat, 2021), unos 112.000, casi el 33%, son latinoamericanos, y esto sin contar a los no empadronados o los que lo están con pasaporte europeo, que son muchos. Colombianos (15.294), hondureños (14.356), venezolanos (13.112) y peruanos (12.266) lideran el ranking, seguidos de argentinos (9.195), bolivianos (7.475), brasileños (7.444) y ecuatorianos (6.827). Son miles de historias de vida, que, más allá de las heridas y aventuras que acompañan cualquier migración, nutren la ciudad con expresiones culturales folclóricas, modernas y también combinaciones entre las dos. Y disfrutan de lo lindo con conciertos como los que Juan Luis Guerra y Rubén Blades han ofrecido recientemente en el Festival Cruïlla u otros más alternativos como la rapera y cumbiera Sara Hebe, que, además, tocó en la sala 2 de la Apolo el mismo día del mes de junio pasado que en la sala del lado lo hacían los cumbieros Chico Trujillo.
Huella afroboliviana en Sants
Pero algunas de estas huellas culturales son insospechadas, como la fuerte herencia africana que dejaron los esclavos en forma de bailes en Bolivia. Lo explica Vanessa, que ahora dirige la tropa cholitas de la filial en Barcelona de la fraternidad de caporales San Simón de Cochabamba.
Tiene 35 años y hace 13 que llegó a Barcelona. De pequeña había bailado danzas tradicionales de diferentes tipos en Bolivia. “Me di cuenta de que así era como perdía la timidez”, dice. Cuando llevaba ocho meses en Barcelona, bastante desconectada de los bailes y de su país, se encontró por casualidad con un espectáculo de bailes tradicionales bolivianos en las fiestas de la Mercè. “Desde entonces, no he dejado de bailar ni una sola semana”, añade.
“Los esclavos africanos eran traídos a Potosí para trabajar en las minas, pero hacía demasiado frío. Yo me crié allí hasta los cinco años, la tierra se hiela, y desde que salí de allá tuve claro que no quería volver por el frío. La cuestión es que estos esclavos eran llevados a zonas tropicales del país, sobre todo a Los Yungas, donde todavía perviven los descendentes”, añade Vanessa.
Allá crearon una danza afroboliviana, la saya, que evolucionó primero al tundique y en los 70 a caporales. Son coreografías en grupo. “Los hombres bailan de una manera más ruda; las chicas, más fina”, explica Vanessa.
La quena –o flauta de los Andes–, la zampoña, los silbatos y otros instrumentos como el charango, la conga o las maracas componen los sonidos, a pesar de que en Barcelona el que está realmente popularizado es el baile y los ensayos reúnen a centenares de personas en Sants, donde las canciones suenan por altavoces portátiles.
Cuando pueden, además, las fraternidades viajan a otros países europeos donde hay otras filiales. Y una vez al año, curiosamente el Día de la Hispanidad, el 12 de octubre, llenan el Passeig de Gràcia con decenas de grupos bailando caporales en un desfile.
La cumbia psicodélica
Más conocida que los caporales, la cumbia es uno de los géneros latinoamericanos más internacionales. A pesar de que nació en Colombia fruto del contacto entre indígenas y africanos y también con ciertos rasgos de la cultura colonial española, se ha esparcido por toda América Latina con diferentes modalidades (hay cumbia argentina, mexicana…) y siempre en evolución, desde los primeros orígenes con tambores africanos y gaitas y flautas indígenas alrededor del fuego hasta los últimos contactos con la electrónica o incluso el reguetón, ahora con el güiro o güira y su sonido característico como elemento vertebrador de la mayoría de las modalidades.
A pesar de que, como en todos los géneros, todavía hay puristas, hay otros que defienden que “la cumbia nació como mezcla y como mezcla se tiene que tocar”. “Y también es viajera, por eso estamos aquí en Barcelona, migrantes, tocándola”, añaden. Son palabras de Paco, cantante de Cholo, un grupo que mezcla la chicha peruana –es decir, la cumbia con tonalidades de rock psicodélico nacida en Perú en los 70– con el rap, con un potentísimo directo que llena casi siempre que toca en las pequeñas salas del underground barcelonés.
La más habitual para recibir este tipo de conciertos es el Diobar, donde Cholo ha tocado en varias ocasiones. El Diobar es, de hecho, uno de los pequeños motores de la escena musical latina local (programan forró, salsa…) y de la cumbia en particular, que en Barcelona va más allá de Cholo y dialoga con el rock, la electrónica y otros géneros de la mano de DJs y también de grupos como Balkumbia, que aporta, además, unos cuántos gramos de música balcánica. Son todos grupos pequeñitos en las redes con una comunidad muy fiel a los conciertos, que se concentra y potencia cada año con el festival Que No Kumbia el Pánico.
Paco, peruano –a la vez rapero y punk como los Rage Against The Machine o los Beastie Boys–, formó primero un grupo de punk con Steven, guitarrista irlandés, ya hace unos cuatro o cinco años. Fue por Paco que Steven empezó a oír hablar de la cumbia, después escuchó las típicas listas de mejores canciones, hasta que empezaron a tocar algunas en directo y vieron que les funcionaban mucho mejor que las de rock.
Su propuesta es bailable y a la vez combativa, de raíces y a la vez internacional, con letras que buscan en la cotidianidad la reivindicación, sea explicando la precariedad y tristeza de alguien que se ha quedado sin trabajo o señalando como “ratas” a aquellos que prefieren pisar a ayudar.
Ahora, además de ellos, el grupo cuenta con un total de siete componentes. La mayoría llegaron a Barcelona por amor. Elvin, percusionista norteamericano hijo de paraguayos que toca el tres cubano y que alterna Cholo con otras bandas, como la que tiene de boleros en la calle Blai con la gorra; Coco, cantante peruano con familia en Italia que relata su calvario para conseguir los papeles y que ahora se gana la vida vigilando las vallas de rodajes de audiovisuales; Miguel, bajista peruano que llegó de pequeño con el reagrupamiento familiar de sus padres; o Antonio, batería y diseñador que ahora trabaja de moderador de contenido en Facebook, a las oficinas de la Torre Glòries.
La horizontalidad de la samba
En las oficinas de Facebook trabajan centenares de latinoamericanos y también lo hace Caio, brasileño de 38 años y uno de los integrantes del Samba Callejero que desde hace unas semanas tiene lugar en el chiringuito Camping del Poblenou. Él ya tocaba en Río de Janeiro, de donde es originario, pero al llegar a Barcelona hace tres años dejó estar la música. “Hasta que me animaron a tocar y después aún compré un surdo (un tambor enorme que se toca en la samba )”, explica, y remata entre risas: “No sabía ni dónde guardarlo, así que me dije: «Hombre, ahora que lo has comprado, lo tendrás que tocar»”.
Ahora bien, la cosa todavía se le puso más fácil para seguir tocando cuando hace nueve meses llegó Chico, un buen amigo suyo de Río que se quedó los primeros días con su cavaquinho (pequeña guitarra propia de la samba) durmiendo en su casa. “Salí del aeropuerto, llegué a su casa y al cabo de unos minutos salimos a tocar samba a la calle”, comenta Chico.
Unos días después, quedaron encantados con el chiringuito Camping, en el Poblenou, y allá empezaron a tocar, primero de manera puntual, después cada dos semanas y llenándose con centenares de espectadores, la mayoría brasileños, bajo el nombre de Samba Callejero, que en Instagram va anunciando cuándo se celebra.
Con Chico y Caio también toca Juan, tercer miembro del grupo nuclear, que llegó hace cuatro años y medio en Barcelona. Nacido en Río y formado en biología, ahora alterna los conciertos con su trabajo de mantenimiento de jardines municipales. “Tenemos la suerte de que la música brasileña se escucha en todo el mundo. En Barcelona, tienes música brasileña casi cada día”, dice.
Más allá del núcleo, sin embargo, la rueda de samba, con unos diez instrumentos, permite a veces la entrada y salida de otros músicos, a pesar de que están tratando de estabilizar un poco el grupo. Entre los que tocan está Lucia, italiana, que se ha apasionado recientemente por la samba pero que tiene la música y Latinoamérica en las venas. “Mi padre, mi abuelo, mi tío… Todos los hombres de mi familia son músicos”, explica. Su abuelo era el argentino Luis Bacalov, pianista y compositor de orquesta y de tango que ganó un Oscar por la banda sonora de El cartero.
“Yo de Brasil solo conocía la bossa nova y un poco de Gilberto Gil y Chico Buarque, por mi padre, y cuando conocí a Juan descubrí más de la samba”, relata. Bailarina contemporánea, Lucia empezó a recibir clases de percusión hace poco más de un año y ahora se apunta a los conciertos de Samba Callejero.
“En Europa no estamos acostumbrados a la magnitud colectiva de la samba, que un pueblo entero se sepa centenares de canciones”, dice Lucia, que aun así había sentido cosas similares cantando canciones populares en coros cuando todavía vivía en Italia.
Como pasa con la cumbia y con los caporales, la samba se extiende por Europa con las migraciones latinoamericanas que vienen buscando un futuro mejor. Y, de nuevo, en sus ritmos viaja la impronta africana que llegó a Brasil durante la era colonial a través de los esclavos.
La samba nació a principios del siglo XX en las comunidades afrobrasileñas de Río de Janeiro y desarrolló muchos subtipos, algunos de ellos asociados a las escuelas de carnaval. A pesar de que se trata de una música distendida en la que hay mucha más gente cantando con la cerveza y el brazo levantados, la mirada europea y norteamericana la ha simplificado y relacionado con el baile de las pasistas de Carnaval ligeras de ropa, que solo son una parte de esa cultura, sobre todo, democrática y horizontal, donde los músicos cantan en ruedas a la altura del bar y de los clientes y rara vez sobre un escenario.
La samba la forman canciones a la vez alegres y tristes gracias a una combinación única de melodías melancólicas y fuertes batucadas, y esto le confiere efectos terapéuticos que Luana, que llegó hace solo siete meses a Barcelona, ha vuelto a comprobar. Criada en la favela de Rocinha, vino buscando un tratamiento médico para una familiar muy próxima. “La primera cosa que hice fue buscar la samba. Y me ayuda mucho reencontrarme con la comunidad brasileña, cantar y tocar el pandeiro, encontrar las sonrisas”, dice Luana.
La soledad del 'pasillo' ecuatoriano
Si el ambiente festivo y comunitario de músicas como la samba, la cumbia o los caporales todavía mantiene la llama muy viva gracias a los jóvenes que siguen alimentándola, para migrantes que tocan géneros musicales más solitarios, tristes y en desuso, la cosa no es tan sencilla. Quien lo explica es Elizabeth Pérez, que huyó del machismo de la industria musical en Ecuador y se pasó sus primeros días en Europa cantando y llorando por las calles de Roma.
“Yo estaba muy sola, llevaba una guitarra que encontré en la habitación que me alquilaron y lloraba, de la ilusión de cantar, de la frustración porque no me entendían, por tener que salir corriendo cuando venía la policía. Fue un inicio muy duro. Cantaba y me daban monedas. Tuve que pedir comida en Cáritas. Fueron dos meses en shock, la música me salvó”, explica con memorias nítidas, a pesar de que de aquello hace ya 32 años.
A través de la Iglesia, donde vieron que cantaba muy bien, pudo hacer algunos conciertos en escuelas con niños y otros grupos, pero la vida laboral cuidando a una persona mayor se impuso, cuando todavía no tenía papeles y tenía el reto de alimentar a los tres hijos adolescentes que había dejado en Ecuador.
Su camino es el de miles de mujeres migradas latinoamericanas: llegar sin papeles, cuidar a gente mayor a cambio de sueldos bajísimos y sin papeles ni derechos laborales, hacer que milagrosamente una parte llegue a los hijos en el país de origen, conseguir finalmente regularizarse, traer a los hijos y seguir trabajando por sueldos todavía bajos pero con algo más de derechos gracias a los papeles. En este contexto, los encuentros con gente de orígenes similares, y también las expresiones culturales que canalizan todos los sentimientos, acaban siendo las mejores vías de escape.
Elizabeth llegó a Barcelona en 2000 y se instaló en un quinto piso sin ascensor en Nou Barris, donde el propietario le quiso cobrar la lavadora, la mesa y todo el que había en el pequeño piso de alquiler. “Empecé a trabajar en una residencia de abuelos. Limpiaba y cantaba a los abuelos, y yo así era feliz”, explica.
En el año 2014, cuando tuvo lugar un gran terremoto en Ecuador, quiso sumarse a un acto de la comunidad ecuatoriana en Arc de Triomf, y allí se puso a cantar. “Así me conoció la comunidad, una asociación de artistas, y empecé a asistir a actos. Estaba lleno de gente, lloré mucho”, recuerda.
Desde entonces, Elizabeth ha podido cantar también en Ecuador, grabar algunos discos e incluso representar a su país en la fiesta iberoamericana de Cuba. Las canciones del pasillo, género que llegó y a tomar forma autóctona en Ecuador a principios del XX, son tristes, pero Elizabeth lo explica todo con una sonrisa.
Ahora jubilada, sigue luchando por mantener vivo este género de la mano del Taller Ecuatoriano de Arte y Cultura (TEAC), una entidad tan pequeña que sufre por tener sede. No ha conseguido ganarse la vida con la música ni reventar YouTube como las estrellas del reguetón, pero transmite a cada minuto la paz y la alegría de haber podido estabilizarse con sus hijos en Barcelona y, sobre todo, no parar nunca de cantar.