(Otra) mañana perdida en la Renfe

Recorrer 12 kilómetros entre el Vallès y Barcelona este jueves me ha costado una hora de ida y un bus para volver

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Viatgers desconcertados a la estación de Sants por la parada de la circulación de trenes debido a la huelga

Barcelona/RipolletTengo que confesar que muchos días llego al tren con el corazón encogido. A menudo pasan cosas: averías que hacen que los trenes lleguen tarde, que viajes encogido y prácticamente sin aire para respirar –he visto a gente viajar apretujada dentro del lavabo, donde no acostumbra a oler muy bien– o que estés parado un buen rato en alguna estación sin ninguna explicación. Hay momentos delirantes, como cuando mucha gente corre por el andén porque hay una confusión sobre el destino de los trenes. Pero hoy había un motivo: huelga.

Sin coche y sin alternativas, he cometido el error de creerme lo que la Renfe decía a través de sus redes a primera hora de la mañana: había servicios mínimos. Iba con tiempo: una hora y media para recorrer una distancia de unos doce kilómetros, la que separa Montcada i Reixac de Barcelona. En la estación, una chica, que llevaba la i de información, ponía muy buena intención, pero solo podía decir lo que había pasado en la última hora, no predecir si habría más trenes o cuándo pasarían. Más que informar, observaba. ¿Quién le podía dar la información, si todo era un caos? En aquel momento, a las 9.25 de la mañana, he sido momentáneamente feliz, porque he podido coger el tren. "Ya está –he pensado–, llegarás con tiempo y con calma".

La euforia ha sido momentánea, porque el tren se ha parado en la siguiente estación. He llegado tarde a la rueda de prensa a la que tenía que ir, porque un recorrido que normalmente dura unos veinte minutos ha durado prácticamente una hora. Cuando no hacía ni una hora que estaba en Barcelona, he tenido que volver al Vallès para llevar a mi hija al CAP. He ido corriendo a la estación de Arc de Triomf y, justo cuando me abalanzaba al torniquete, con el ticket en la mano para no perder tiempo, me ha parado otro chico con la i de información: "No bajes, no hay trenes", me ha dicho. "¿Pero no hay ninguno?" La respuesta era que no, ni en un sentido ni en el otro. Tampoco me podía dar muchas esperanzas sobre si en un futuro pasarían. Afortunadamente, el metro funcionaba y de la Sagrera salían autobuses que me dejaban cerca de mi destino final. He cogido un taxi. No ha tenido tanta suerte una mujer mayor: tenía que ir a Ripoll y no sabía cómo podría volver. La mujer, angustiada, se preguntaba si tendría que buscarse un hotel. "Me entran ganas de llorar", me ha dicho. Yo también tenía ganas.

También he llegado tarde al CAP, pero, como contrapartida a la pesadilla de la Renfe, su atención me ha reconciliado con el mundo. Me han entrado unas ganas terribles de abrazar a la enfermera, por ser amable, por dejarme pasar y por atenderme tan bien. El problema no es la huelga de hoy, sino que la Renfe es una aventura día sí, día también, que no acostumbra a tener un final feliz. Frustra mucho y te sientes impotente, pequeño, un ciudadano insignificante, porque pasan los años y nada cambia.

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