Mascarilla abajo, cubata, mascarilla arriba
El ocio nocturno de Barcelona reabre las puertas tímidamente
BarcelonaCon el fulgor de liberar por fin toda la energía acumulada. Así bailan Sylvia y Monique en medio de la Plaça Reial, incapaces de contenerse, levantándose cada cinco minutos de la terraza donde beben unos gin tonics que prologan el desahogo de cuando, por fin, se encierren unas horas en el Jamboree. “We celebrate, we celebrate!”, así se explican, no les hace falta gran cosa más. Parece que quieran estirar la espera, hacer los honores como toca, con las copas de rigor para coger el puntillo. Son francesas, las acompaña su amigo Michel, forman parte de la nutrida representación de Erasmus que ronda por la noche barcelonesa enterada de que el ocio nocturno ha reabierto tímidamente. A Jérôme y Sylvaine se lo han explicado por la mañana los padres de ella, que lo han leído en internet. Sin duda una información útil para transmitir a los hijos cuando los tienes lejos de casa. También han hecho camino hacia la Plaça Reial, clásico urbanístico, gastronómico y discotequero. Solo está abierto el Jamboree. Ni el Karma ni el Sidecar se han decidido, todavía. Mientras la Sala Apolo lanzó sus míticos Nasty Mondays, el Sidecar empezó unos Fantastic Tuesdays que tantos acólitos echan de menos.
La campaña municipal "Baixa a la Rambla" ha salido rana; quizás los barceloneses son un poco ingenuos, pero cuando les quieren tomar el pelo tan descaradamente saben rebelarse. ¿Qué mejor para revitalizar el paseo de las floristas que la promesa de una buena farra en la plaza de los soportales? La fisionomía va reviviendo, los lateros han cambiado la Estrella Damm por la Galicia y los promotores-hiena te prometen el oro y el moro y si te descuidas te encasquetan un papelina de Gelocatil triturado. En Fecasarm, por cierto, te informan que el ritmo de desconfinamiento del ocio nocturno va a paso de tortuga y que no tienen muy claro cómo cada local gestionará distancias de seguridad.
En el Jamboree dicen que tienen el aforo de la noche completo. La media de edad entre la concurrencia a la histórica catacumba es, como máximo, de veintidós años. Un trabajador acota la pista de baile desde un nivel elevado. De vez en cuando pide a quien pasa cerca suyo que se suba la mascarilla. En la pista, casi nadie la lleva donde tocaría, pero no se percibe ni alarmismo ni imprudencia. Tan solo un recreativo dejarse ir que ya va tocando. “No estoy preocupada, tengo ganas de bailar, abrazar y dar besos”, exclama la Gabrielle. Ha venido con tres amigas y su hermano, que pasa tres días de visita con ella. Jenni y Eva se sientan en la barra y cruzan alguna apuesta insensata que les tiene que traer suerte: “Hoy no dormiremos, bailaremos, beberemos, quizás nos drogaremos y haremos el amor”. Bajo las fotos, enmarcadas y preciosas, del grande Cèsar Malet, hablan a gritos tres o cuatro chicos italianos. Están encantados de haber pillado en Barcelona el relajamiento ya casi final de la pandemia. Se bajan la mascarilla, beben cubata, se suben mascarilla, hablan, gritan, miran de reojo el espectáculo de las chicas de su alrededor. En un rincón de la pista, como un exotismo disparatado, detecto una pareja que parecen de aquí. Pues sí, Bernat y Cris han salido a bailar para celebrar su reconciliación. Tienen veinticuatro y veintisiete años y parecen los abuelos de todos los demás. Está claro que quien más desentona es el periodista, granado y desentrenado, que no puede pasar desapercibido por mucho que quiera fundirse con los techos bajos y las paredes de piedra ver que tantísimas noches de música y baile testimoniarán todavía. “Sorry, you can’t dance”, dicen los cinco o seis o siete carteles que todavía no han sido retirados. Quizás podrían quedarse donde están y documentar así la historia de los meses ominosos.