Éxitos y desconfianzas de la era más ambiciosa de la medicina
La ciencia ha logrado grandes hitos en cáncer, salud pública y nuevas tecnologías y deberá encarar grandes retos éticos y económicos
BarcelonaLa llegada de la inmunoterapia a los hospitales, el nacimiento de la edición genética y los dispositivos para volver a andar, los primeros fármacos contra el Alzheimer y las inyecciones para perder peso... Es difícil mirar atrás y elegir unos pocos hitos que demuestren cómo, en los últimos quince años, la medicina ha hecho un embudo. Desde 2010, decenas de millones de artículos médicos se han publicado en revistas de alto impacto, y mientras leen estas líneas, los científicos y los laboratorios no se detienen. Desde sus primeras ediciones, el ARA ha informado y profundizado en muchos de estos logros, y no ha sido ajeno a los retos éticos y económicos a los que se ha tenido que enfrentar la investigación en salud. Tampoco en la profunda crisis de confianza que han atravesado algunas disciplinas en el último lustro.
Enseñando al cuerpo a defenderse
En los últimos quince años la ciencia ha aportado esperanza frente a enfermedades que hasta hace poco se consideraban sentencias de muerte. Medio siglo de investigación en todo el mundo consiguió que en 2010 se demostrara que la estimulación del sistema inmunitario para que distinga las células tumorales de las sanas y las ataque puede aumentar la supervivencia de los pacientes. James P. Allison y Tasuku Honjo tuvieron que esperar hasta el 2018 para recibir el reconocimiento del Nobel por revelar que los tumores son capaces de frenar el sistema inmunitario y que, bloqueando este mecanismo natural, el cuerpo puede liberar sus defensas (los linfocitos T) y ayudar a controlar el tumor. Un descubrimiento que ha abierto nuevos caminos para enfermos huérfanos de terapias.
Primero se demostró el potencial de la inmunoterapia con el melanoma, pero donde sobre todo ha tenido un beneficio medible es en las leucemias. Ahora hay pacientes que sobreviven cinco, siete o diez años al cáncer gracias a estos avances, también a los que han hecho metástasis. Una revolución que no se entendería sin el CAR-T (del inglés Chimeric Antigen Receptor T-cells), que se basa en la creación de fármacos personalizados a partir de las células del propio paciente. Simplificándolo mucho, al enfermo se le extraen los linfocitos T, que son reprogramados genéticamente en el laboratorio para que neutralicen las células cancerosas, y se le vuelven a infundir. No es hasta la década de 2010 que se demuestran las primeras remisiones completas de algunos cánceres, es decir, que se logra que todos los síntomas y señales del tumor sean indetectables.
Desde entonces y hasta el año pasado, en el registro de la European Society for Blood and Marrow Transplantation (EBMT) constan cerca de 14.000 pacientes que han recibido una terapia CAR‑T, y la confianza de la comunidad científica y la población en estos tratamientos se ha ido afianzando. Sin embargo, no todo son flores y violas: estos tratamientos todavía no han dado resultados sólidos en la gran mayoría de los cánceres, como el de mama, el pulmonar o el colorrectal. Sólo se pueden indicar a ciertos grupos de enfermos, ya que pueden provocar graves efectos secundarios, y tienen un coste altísimo de desarrollo y administración (en Europa, rondan los 300.000 euros por paciente, según el centro sanitario y la farmacéutica a cargo) que imposibilita que sean accesibles a todos los hospitales o cubiertos en todos los sistemas sanitarios.
En Cataluña se han aprobado dos CAR-T de origen público, financiadas a través del micromecenazgo y producidas en el ámbito estrictamente académico, sin empresas farmacéuticas detrás. Son el ARI-0001, contra la leucemia linfoblástica aguda, autorizado en 2021, y el ARI-0002h, contra el mieloma múltiple en 2024, ambas del Hospital Clínic. Hasta el pasado mes de abril se han tratado a más de 500 pacientes con ellas, y la diferencia de coste respecto a otros CAR-T comerciales es enorme: el gasto por paciente es de 90.000 euros, es decir, cerca de cuatro veces más baratos, según cálculos de la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU).
Modificar el material 'defectuoso'
En paralelo al avance de la inmunoterapia, se ha gestado la otra gran revolución de la medicina moderna, que todavía tiene mucho camino por recorrer en el futuro: la terapia génica. Es decir, cómo eliminar, añadir o modificar el material genético de un paciente. En 2012 aparece la CRISPR-Cas9, una técnica que permite modificar de forma precisa los genes defectuosos detrás de determinadas enfermedades. Aunque todavía está en fase experimental, ha abierto la puerta a tratamientos prometedores, sobre todo para enfermedades genéticas raras. En 2023 se aprobó en Estados Unidos el primer medicamento de CRISPR, el Casgevy. En Europa se autorizó el año pasado y sirve para prevenir el dolor debilitante en pacientes con anemia falciforme, una enfermedad hereditaria de la sangre que modifica los globos rojos, los destruye antes de tiempo e impide su paso por los vasos sanguíneos.
Ahora, la ciencia quiere dar un paso más para tener terapias con CRISPR para patologías más comunes como el colesterol, las infecciones del tracto urinario causadas por la bacteria Escheríchia coli (E. coli) o el lupus. Esta última es una compleja enfermedad autoinmune que hace que el cuerpo se ataque a sí mismo a causa de una descoordinación de las defensas: no sólo activa anticuerpos cuando no hay un peligro, sino que se producen muchos, causando síntomas muy agresivos. En 2022, una de sus causas se descubrió gracias a los genes de Gabriela, una niña de 7 años. Investigadores británicos realizaron la secuenciación de su genoma –de esta revolución hablaremos más tarde– e identificaron una mutación. Para comprobar el hallazgo, utilizaron el CRISPR para introducir la alteración en ratones y… ¡Eureka!
Como todo en el campo científico, el hecho de que aún siga siendo una disciplina experimental también comporta riesgos, como los efectos off-target, que significa que se producen alteraciones herederas de la intervención en genes que pueden ser perjudiciales a largo plazo, y se generan dudas sobre la durabilidad de los resultados, ya que no ha pasado tiempo suficiente para observar qué efecto tienen en un futuro. Además, el uso de técnicas de edición genética también se ha visto envuelto de polémica por su capacidad de modificar embriones humanos. El caso más mediático fue el del científico chino He Jiankui, que en 2018 creó dos gemelas modificadas genéticamente para hacerlas resistentes al VIH. Dado que las alteraciones se realizaron en las células reproductivas, éstas se transmitirían a futuras generaciones. Una actuación que le valió a He una condena social y la entrada en prisión, pero que también motivó normas éticas claras y frenos a la libertad experimental en edición genética.
Éxito y cuestionamiento de las vacunas
En términos de salud pública, en los últimos quince años han sido intensos. Es inevitable hablar de la pandemia del coronavirus o cóvido-19, un minúsculo patógeno que causó la emergencia sanitaria más devastadora de la época moderna en unas pocas semanas. Pero emergencias ha habido varias a lo largo de estos tres lustros: la gripe porcina del 2010, las epidemias del ébola (2013-2020), la aparición de enfermedades transmitidas por mosquitos como el Zika (2016). El deslumbrante de muchas de ellas fueron las vacunas. Las históricas vacunas de la viruela están ayudando a contener ahora la epidemia de monkeypox —mal llamada viruela del mono— en Europa y en Cataluña en tiempo récord, y la vacuna rVSV-ZEBOV de 2019 ha reducido la dimensión y la agresividad del Ébola, una enfermedad extremadamente mortífera en África.
La urgencia por desarrollar una vacuna rápida y segura contra el virus de Zika, que causó un brote importante en América Latina entre 2015 y 2016, llevó a explorar tecnologías innovadoras para proteger de la infección a las mujeres embarazadas, ya que podían contagiar a las criaturas y causarles. Es aquí donde empieza a extenderse la idea del ARN mensajero: enseñar al sistema inmunitario a reconocer un virus sin necesidad de exponer el cuerpo al agente infeccioso, como se hacía con las vacunas tradicionales.
El éxito indiscutible de esta tecnología llegó con la cóvid-19. La necesidad de controlar la pandemia movilizó a miles de científicos y millones de euros y dólares. Los laboratorios tuvieron grandes incentivos para invertir en su producción masiva y las administraciones aceleraron los procesos de autorización y compra incluso antes de tener resultados clínicos. Si una vacuna convencional tarda entre cinco y diez años en ver la luz por falta de financiación, en este caso empezaron a inocularse en poco más de un año.
Con recursos económicos, la ciencia puede responder con rapidez y rigor a amenazas globales, pero la celeridad con la que se produjeron y su aplicación masiva generó desconfianza en una parte de la población, atizada por los grupos políticos de derechas y los movimientos antivacunas. Varias polémicas las han salpicado, como que se escondía que podían causar miocarditis en jóvenes y trombosis; una realidad que, en estos momentos, la comunidad científica vincula a que nunca se habían inmunizado tantos millones de humanos a la vez y que la vigilancia farmacológica de efectos secundarios muy raros se hacía en vivo. Más allá del enfoque ideológico o sociológico –hubo grandes desigualdades entre el norte y el sur global para acceder a las vacunas–, científicamente se constató que eran seguras y eficaces, y los modelos matemáticos estiman que evitaron unos 2,5 millones de muertes en el mundo y redujeron drásticamente las hospitalizaciones.
Ganar vida y años de calidad
En los últimos lustros, la ciencia ha mejorado la calidad de vida de muchos enfermos, probablemente más que en cualquier período anterior. Hablaremos de cinco ejemplos. En un ictus se calcula que cada minuto mueren dos millones de neuronas. Cada segundo cuenta y no sólo para salvar la vida del afectado, sino para minimizar las secuelas neurológicas. Uno de los mayores avances en este campo fue la validación de la trombectomía mecánica, una técnica que se basa en la retirada del coágulo con un catéter y que incrementa las posibilidades de recuperarse del todo o casi completamente. Si a esta terapia se suman las técnicas de obtención de imágenes cerebrales de alta resolución y la consolidación de los protocolos rápidos de urgencia (Codi Ictus), que reducen el tiempo entre el episodio y el tratamiento, puede afirmarse que se ha mejorado significativamente la atención de estos pacientes.
Un segundo ejemplo importante es la aparición de varios dispositivos con tecnología asistida y que debe cambiar el paradigma, en un futuro, de la recuperación de movilidad. Prótesis, exoesqueletos y interfaces cerebro-máquina avanzados son ejemplos de nuevas creaciones con una clara vocación de devolver autonomía a los pacientes si se combinan con rehabilitación. Por ejemplo, en 2012 se demostró que personas con tetraplejía podían controlar un brazo robótico en 3D con señales cerebrales, y en 2022, que la estimulación de electrodos debajo de las vértebras –que imitan las señales del sistema nervioso– permiten que lesionados medulares vuelvan a andar. La mayoría son casos experimentales, pero rompen barreras y demuestran que es posible la restauración de funciones perdidas.
Hace unos años, prácticamente nadie confiaba en que la ciencia encontraría la manera de curar el VIH de forma funcional. Sin embargo, el ARA entrevistó en octubre del 2023 a Adam Castillejos, "la prueba viva" que es posible. Es el paciente de Londres, la segunda persona en el mundo que ha logrado curarse a la vez del VIH y del cáncer, gracias a un complejo trasplante de células madre de un donante que tenía la mutación CCR5, que hace que las células sean resistentes al virus. Pese a la excepcionalidad de su caso, la medicina de los últimos años ha mostrado su cara más espectacular: ya hay cinco personas en el mundo que han podido dejar la terapia antirretroviral sin rastro de la enfermedad en el cuerpo. No es un tratamiento estándar, pero los científicos están intentando aprender de él para diseñar terapias menos arriesgadas, tales como fármacos con la reproducción en el laboratorio de la mutación protectora.
Es inevitable hablar de los avances que la ciencia está realizando en una enfermedad especialmente trágica. En los próximos cinco años, la forma en que se abordará puede cambiar completamente porque, entre otros, el interés de las grandes farmacéuticas va al alza. Aunque el pronóstico de los enfermos de Alzheimer prácticamente no ha mejorado en las últimas tres décadas, se han realizado avances significativos en la detección temprana de la enfermedad mediante pruebas en sangre (los llamados biomarcadores), así como en el uso de mejores tecnologías de imagen. Y otro avance muy importante es que se han creado las primeras terapias que no mitigan los síntomas, sino que alteran el curso de la enfermedad.
En Europa, ya se han aprobado los dos medicamentos que han demostrado retrasar la progresión del Alzheimer, el Leqembi y el Kisunla, después de muchas idas y venidas. El objetivo, pues, es que la combinación entre diagnóstico temprano y accesibilidad a tratamientos permita cerco a esta grave enfermedad neurodegenerativa, cuya prevalencia se espera que aumente en un contexto de envejecimiento de la población: se estima que sólo en 2030 ya habrá unos 60 millones de personas con Alzheimer en el mundo.
Ahora el mundo vive la llamadarevolución Ozempic. La demanda de medicamentos para perder peso es histórica, siendo el punto de inflexión los tratamientos para la diabetes de tipo II adquirida. Fármacos basados en semaglutida y GLP-1 (que imitan una hormona que regula los niveles de glucosa en sangre) como Ozempic han pasado de ser conocidos sólo por un grupo de pacientes a convertirse en un éxito mundial contra la obesidad. El motivo es que reducen el apetito, retrasan el vaciado gástrico y favorecen la pérdida de peso cuando se combinan con actividad física. De hecho, ya se han autorizado versiones específicas para la obesidad como Wegovy y Mounjaro. Ahora bien, es una medicación cara, con un coste entre 100 y 300 euros al mes. Además, la interrupción del tratamiento provoca un efecto rebote del peso, lo que puede convertirla en una terapia crónica. Como elemento positivo, se investiga si estos fármacos podrían detener conductas adictivas como el alcoholismo, el tabaquismo o la comida compulsiva. Esto sería posible porque alteran los circuitos cerebrales relacionados con la recompensa y la impulsividad.
La información es poder
Y por si todavía no había quedado claro, en la última década se ha hecho un all-in en la medicina personalizada. Los investigadores se han conjurado por dejar atrás los tratamientos uniformes y tener en cuenta las diferencias genéticas, ambientales y los hábitos de vida del paciente para afinar el máximo. Desde el diagnóstico hasta la terapia que se les indica, anticipándose a la respuesta que tendrán en los fármacos. Haremos una pincelada histórica para ubicarnos. En los años noventa nació el Proyecto Genoma Humano (HGP) para secuenciar –determinar el orden exacto– el conjunto de material genético humano, y entre 2005 y 2010 se dio un salto cualitativo: el estudio masivo de datos con rapidez –en días o semanas y no en años– y más económico. Además, arrancó la digitalización masiva de las historias clínicas y registros hospitalarios. El Big Data se abría paso en medicina.
En 2015 se puso en marcha la Precision Medicine Initiative (PMI) en Estados Unidos. Barack Obama creó un programa para conseguir registros clínicos, muestras biológicas, encuestas y datos de dispositivos móviles con información relevante de la salud de más de un millón de participantes. Fue la semilla de la medicina de precisión actual, basada en el análisis de datos para detectar patrones que antes eran invisibles. Por ejemplo, combinaciones genéticas que predisponen a una enfermedad, explicaciones de por qué dos enfermos reaccionan de forma diferente al mismo tratamiento o identificación de señales para predecir el riesgo de enfermar. Y ahora, con la aparición de la inteligencia artificial (IA), se ha abonado el terreno por ser aún más precisos.
Los últimos quince años son una evidencia de que la ciencia en salud ha hecho un viraje hacia una medicina más preventiva y personalizada: ya no sólo quiere esperar a que la enfermedad se manifieste para atacarla con un arsenal de terapias. Esto es incuestionable. Pero también lo es cuál debería ser su principal reto: no dejar a nadie en los márgenes por cuestiones socioeconómicas y equilibrar la información y la tecnología con su siempre ambicioso espíritu curativo.