Cada año, desde 2011, año del centenario de la muerte, se representa en la casa del escritor, en el barrio barcelonés de Sant Gervasi, la obra teatral Maragall en casa, un monólogo firmado por Josep M. Jaumà a partir de textos del poeta. Es él quien habla, quien nos cuenta su vida –trece hijos y una muerte prematura– y su obra, tan inseparables. Poesía y periodismo: un emotivo compendio ideal para penetrar en la intimidad del escritor de "la palabra viva", el intelectual modernista, voz de la conciencia del catalanismo de orden, hombre de diálogo dentro de la convulsa sociedad del su tiempo –cuando la lucha de clases no era un concepto teórico, sino una realidad sangrienta en la calle– y de diálogo también con España –la de la crisis de 1898.
Ahora el texto lo tenemos en formato libro, publicado por L'Avenç. Gracias. Es un libro para subrayar, todo es sustancia poética, humana, cívica. Pero no hace falta ponerse nostálgicos: la época de Maragall fue tan esperanzada como trágica, llena de altibajos, todo era extremo. Ahora vivimos más llanamente, no nos matamos por las calles a tiros, no caen bombas en el Liceu, no se ejecutan inocentes en Montjuïc, como el pedagogo Ferrer y Guardia. Hoy la izquierda no es incendiariamente revolucionaria y la derecha no es ciega socialmente. Esto no significa negar el combate de ideas, las flagrantes desigualdades, el drama de los muertos en patera o la pugna nacional, perfectamente irresuelta, que ha conllevado prisión y exilio.
Los debates ideológicos y nacionales que todavía nos ocupan los tenemos condensados en el Maragall de hace más de un siglo. A finales del XIX, Unamuno ya le pedía: "Ustedes, los catalanes, deben catalanizar España, y deben hacerlo en castellano". Y Maragall le respondía: "Pues yo creo, amigo Unamuno, que esto no puede ser". El poeta creía que Cataluña aún tenía que reencontrarse en su catalanidad. Avanza el siglo y la cosa va por el camino trazado por Maragall, preocupado por la respuesta española. Ahora le escribe a Unamuno: "A nuestro delirio de grandeza le corresponde un delirio de persecuciones del Estado; en todo ven separatismo, y esta es la peor señal. Así lo ha perdido todo España y así se perderá a sí misma". "¿Has desatès d'entender els teus fills? ¡Adeu, Espanya", escribía en e la Oda a Espanya. Cuando llega el éxito de la Solidaritat Catalana (1907), que entusiasma a Maragall, Unamuno ya se muestra muy distante: "La Solidaridad no tiene conciencia. Es la petulante vanidad de un pueblo que se cree oprimido concertando un haz de egoísmos y miras interesadas. Devorará a sus caudillos".
Y bueno, lo que nos devoró fue la Semana Trágica de 1909, que tanto distanció a Maragall de la reacción inhumana por parte del poder, con los hombres de la Liga y de la Iglesia callando ante el espíritu de venganza. Prat de la Riba le censuró en La Veu de Catalunya su famoso artículo La ciutat del perdó. A Maragall le quedó el rictus de la tristeza, la mirada perdida de predicador en el desierto. Del desencanto salió una Oda nova a Barcelona más desconsolada de cómo la había imaginado, y el reconcentramiento interior de su Cant Espiritual, "sia'm la mort una major naixença!". Dos años después, cuando apenas tenía 51, moría en la cama rodeada de los suyos.
Dejaba alto, claro y limpio el pabellón poético. "La poesía, para mí, es eso: la emoción del ritmo de todo el universo: me miro al mundo como si fuera recién creado". Perdíamos un europeo germanizado, traductor de Goethe, Nietzsche y Novalis. Se iba una voz única, de concordia iberista. Un mago de las palabras –"la palabra es lo más maravilloso de este mundo"–, un señor que se sabía poner en la piel del sufrimiento de los más débiles.
Su nieto Pasqual supo impulsar el renacimiento de aquella Barcelona soñada, "la gran encisera!", enamoradiza, febril y luchadora, catalana y universal, culta, cívica y arrauxada. E imaginó fugazmente una Cataluña libre hermanada con los pueblos de Iberia. También a él le añoramos, ahora perdido en su ensoñación.