Literatura

Àlex Susanna: "Catalunya no deja de ser una potencia cultural"

Escritor y gestor cultural

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BarcelonaÀlex Susanna (Barcelona, ​​1957), escritor y gestor cultural, irá la próxima semana a París a inaugurar una exposición en la galería Dina Vierny sobre la sensualidad en Aristides Maillol. El cáncer no le detiene. Vuelve a escribir y leer. En esa conversación repasa su trayectoria. Y opina sobre el presente y el futuro cultural.

¿Cómo vas de salud?

— Pasé un par de meses muy tocado, sufriendo por el diagnóstico y la quimioterapia. Pero por el puente de la Inmaculada fuimos al Pirineo y allí me sentí renacer, volví a creer en la vida. He pasado de pensar que estaba en el último tramo a estar animado, incluso he reanudado algún proyecto.

Tu perfil de recuperador de creadores fuera del mainstream te hace sentir una rara ancianos?

— No, nada. Cuando actúas desde la convicción, casi nada es imposible. Puedes resucitar una trayectoria artística, literaria, musical, arquitectónica o teatral absolutamente olvidada. Desde las diversas responsabilidades que he tenido, me he desvivido por proyectar, tanto como he podido y he sabido, tanto los clásicos como la creación contemporánea en todos los lenguajes.

¿De dónde viene tu vocación intelectual?

— En casa había un ambiente medianamente culto, pero en el fondo es algo vocacional desde una edad bastante tierna. Y esto paradójicamente me aleja, por ejemplo, de la figura paterna.

¿A qué se dedicaba el padre?

— Era químico, pero un grandísimo lector e hijo de un filósofo, escritor y editor absolutamente olvidado, Francesc Susanna, que durante los años 30 pilotó la Editorial Apolo, líder a nivel catalán y español. Publicó por primera vez en castellano autores como Sweig, Mann, Thackeray..., a menudo con sus traducciones.

Por tanto te viene de él.

— Pero no le conocí. Murió joven, en los años 50, de la llamada gripe asiática. Era un gran amigo de Pla, Segarra y Gaziel. Iba al Ateneo. La abuela Encarnación Gregori, nacida en el Valle de Gallinera, me hablaba de ello. Decía que habría sido feliz de saber que su nieto de algún modo le cogía el relevo. Para mí es un referente, en cierto modo, fantasmagórico. Lo he ido descubriendo a posteriori. Dos días después de la muerte de Franco tuve la osadía y la inconsciencia de presentarme en casa del Pla con unos amigos, con la excusa de que había descubierto una correspondencia entre él y mi abuelo. Me dijo que se habían tratado mucho, sobre todo en París, porque el abuelo era discípulo de Bergson. Se ganó la vida con dificultades, por eso mi padre tenía un mal recuerdo y, al ver que me dedicaba al mismo, no le gustó.

¿A qué escuela fuiste?

— Primero en la Virtelia, después rápidamente pasé en el Liceo Francés y de éste en el Aula, donde disfruté de profesores de un nivel extraordinario. Me di cuenta al ir a la universidad o al Colegio de Filosofía, que entonces se hacía en la Eina con Eugenio Trias, Jordi Llovet, Rubert de Ventós, Ramoneda... En el Aula, aparte del director, Pere Ribera, director excesivo pero un profesor extraordinario de Historia del Arte, tenía de Filosofía a Vera Sacristán, de latín a Amàlia Tineo –íntima amiga de Espriu y gran amor de Rosellón-Pórcel–. También a Jordi Sarsanedas y Remei Martínez, que me puso en mis manos El aire dorado, traducciones de poesía china de Marià Manent, que después se convierte en uno de los primeros autores que conozco personalmente. Me acabo convirtiendo en un buen amigo y estudioso suyo, le dedico la tesis y lo empiezo a editar.

¿Qué recuerdo tienes de la universidad?

— Por encima de todos los profesores destacaría José María Valverde. Fantástico. Iba de oyente. Llegué a ir muchas veces a su casa. Conversábamos sobre Gabriel Ferrater, Rilke, Joyce... Era un auténtico sabio, modesto, muy trabajador y simpático. Y después otros profesores como Llovet, Sebastià Serrano, Eudald Solà, Carles Miralles, Ramon Pla i Arxé, Rosa Cabré y Antoni Comas, a quien tuve el privilegio de ayudar a organizar lecturas sobre Blai Bonet, Vinyoli, Manent, autores con los que después tuve relación. De todos ellos guardo muy buen recuerdo. Pero sólo Rosa Cabré hablaba de autores contemporáneos –por ejemplo, de Baltasar Porcel–, y esto era un gran déficit.

Pronto también tuviste relación con Juan Marsé, Gil de Biedma y José Agustín Goytisolo.

— Primero fue el Manent, de quien en cierto modo me siento discípulo. Me ha marcado mucho más de lo que parece. Mi desdoblamiento en varios géneros, el cultivo de la crítica literaria y la de arte, todo esto tiene que ver con él. También el modelo de lengua. Manent además me pone en contacto con Tomàs Garcés. Y Garcés con Mariano Villangómez.

Villangómez, un fantástico...

— A quien tuve la suerte de poder editar algunas obras. El último de este primer bloque de autores catalanes fue Vinyoli y, entonces, de forma simultánea, conozco a Jaime Gil de Biedma en una charla en la Autónoma. Y se fragua una amistad muy intensa. A Vinyoli y Gil de Biedma les siento mucho más cercanos. Cuando descubro el Vinyoli de Todo es ahora y nada, me llega como un golpe directo en el estómago. Tanto uno como otro me interpelan mucho más que unos Manent, Foix o Carner. Unos me influyen a nivel más estético y los Vinyoli y Biedma, a nivel más de tono, más moral.

Y después viene Marsé.

— A través de Jaime. Hicimos varios viajes los tres juntos. Granada, Bilbao... Jaime me decía: "Eres como mi hermano pequeño o el hijo que no he tenido".

En 1985 funda editorial Columna.

— En 1982 había empezado a dar clases en la universidad, en Tarragona. Lo mantuve hasta 1992. Pero no me veía toda mi vida haciendo investigación y clases. Tengo un talante más proactivo, más emprendedor.

Y querías escribir una obra propia.

— La escritura siempre la he hecho robando horas en el sueño, a los hijos, en vacaciones. El talante emprendedor es lo que me lleva a crear Columna con Ricard Badia, Julián Viñuales, Alfred Sargatal y Miquel Alzueta. Una experiencia decisiva. Sin falsas modestias, hicimos una editorial bastante única a nivel europeo. Nunca olvidaré cuando en Frankfurt fui conociendo a varios autores entonces jóvenes que editábamos, estadounidenses e ingleses, y Richard Ford me dijo que en Nueva York quien triunfaba era quien publicaba en catalán en Columna. Yo tenía 28 años. Habíamos empezado con los clásicos y de repente, sin abandonar la tradición, nos echamos a voces contemporáneas. Éramos jóvenes, el país también lo era, había receptividad y complicidad. Eran los primeros años de la democracia. Fueron años eufóricos.

Pero todo termina.

— Por diferencias de criterio, opté por desmarcarme. Me vendí las acciones, mantuve Columna Música y compré tiempo para mí. Coincidió con el nacimiento de la tercera hija, que viví como no había podido hacerlo con los demás. Con Columna Música pronto se vio que, pese a llegar a ser finalistas en los Grammy, no había público.

Y, en paralelo, saliste adelante el Festival de Poesía de Barcelona.

— Lo fundamos con Mario Muchnik. Él no leía poesía pero le gustaba escucharla. Carles Barral y Gil de Biedma le dijeron que podría ayudarle. Era un mal momento para la poesía. Yo había empezado a organizar todo tipo de lecturas: creía que la oralidad era la forma de salvarla. El Festival de Poesía se convirtió en uno de los más potentes a nivel internacional combinando a gente de fuera y de aquí. Empezamos en el Institut Francesc, después en el Romea, el Poliorama y con el décimo aniversario entramos en el Palau de la Música.

¿Cómo diste el salto a la gestión pública?

— Joan Maria Pujals, primer director del Institut Ramon Llull, me pidió incorporarme a su equipo. Tuve el gozo de contribuir a ponerlo en marcha y poner en marcha grandes proyectos: Cataluña como país invitado en la Feria de Guadalajara, en Frankfurt, los contactos con Suecia. Al llegar el tripartito fuimos todos decapitados. Una lástima. Años después, Vicenç Villatoro vino a buscarme para ayudarle y, cuando él dobló, quedé a la cabeza. En conjunto, Ramon Llull es de las instituciones públicas que mejor trabajo ha hecho. La proyección de la cultura catalana ha dado un gran salto adelante.

Y después de nuevo el sector privado: la Pedrera.

— Ocho años que también recuerdo con gran satisfacción. Hicimos grandísimas exposiciones, con presupuestos que hoy en día parecen estratosféricos. Por ejemplo, las de Malévich o Ródchenko. O sobre la estancia de Schönberg en Barcelona, ​​sobre Joan Coromines, sobre Gil de Biedma, sobre la pintora Rodoreda, sobre las ilustraciones de la Biblia de Perico Pastor. O las de Gargallo, Fortuny, Maillol. De Europa nos miraban maravillados.

La siguiente etapa, breve, fue en la Agència Catalana del Patrimoni.

— Me metió Santi Vila. Había sido una apuesta de Mascarell que había quedado a medias. Tomé conciencia de muchos problemas patrimoniales que desconocía.

Y la última etapa, la Fundació Vila Casas.

— Sí, tres años y medio muy intensos, en los que he podido desarrollar mi doble vertiente de recuperación de nombres más o menos olvidados, como Lluís Claramunt, y la de apuestas contemporáneas. Hemos tenido mucha suerte con esta fundación, que ha ido llenando los huecos o lagunas del MNAC y el Macba.

Ahora has publicado tu nuevo dietario, La danza de los días. Todos estos años has combinado dietarios y poemarios: curiosidad universal y pulsión íntima.

— Es probable que tengas razón. Pero creo que tanto quien me lee en los poemas como quien lo hace en los dietarios me encuentra de manera muy parecida. Los románticos ingleses, sobre todo Wordsworth, insistían en que el lenguaje de la poesía no debía ser distinto al de la prosa. Son vasos comunicantes. La diferencia es que los poemas se escriben más cuando ellos quieren que cuando tú te lo propones. La experiencia que suele condensar un poema viene cargada de tiempo, fruto de muchos paseos, muchas miradas, tanto si miras a un hijo como a una obra de arte. Hay un momento en que el poema cristaliza. Un momento que son muchos momentos, y eso da densidad por un lado y fatalidad por otro. La poesía es, en lo que se refiere a la creación contemporánea, el reducto donde se ha parapetado el sentido. Sin embargo, el dietario se escribe cuando tú quieres, y para mí es el género de acción de gracias, de agradecimiento a la vida.

¿Cómo ves el momento cultural?

— Creo que estamos mejor de lo que parece. Son tiempos poco estimulantes, todavía de resaca, de luto y digestión de todo lo que ocurrió a raíz del 1 de Octubre. Políticamente, tiempo de tono bajo. Ahora bien, que esto no nos haga perder el mundo de vista: esta sociedad tiene un gran potencial y si tenemos que aferrarnos a algo es a lo que somos, a nuestra cultura, a la lengua. Ésta es la palanca que nos permitirá, con más facilidad de lo que creemos, recuperar la autoestima.

¿La cultura ha quedado demasiado tiempo en un segundo plano?

— Pero, a ver, quienes tenemos entre 50 y 70 años no tenemos derecho a quejarnos. La cantidad de episodios históricos estimulantes que hemos vivido no los ha tenido ningún otro país europeo en las últimas décadas. Primero la euforia de acabar con una dictadura y estrenarnos con una democracia. Luego empalmamos con los Juegos Olímpicos. Y, a continuación, el Fórum de las Culturas, que no deja de ser un proyecto medio fallido, pero que también permitió que la ciudad acabara de perfeccionarse. Y, ya en este siglo, la euforia de una mayoría en el Parlament que aprueba un nuevo estatuto y el Proceso, que una parte importante de la sociedad catalana vive como un proyecto muy ilusionador. La suma de todo esto puede hacernos engañar, puede hacernos creer que lo normal es pasar de un proyecto a otro. Cuenta esto a un francés, un holandés, un alemán o un italiano, y quedarán flipados. No es normal tanta euforia e ilusión seguidas. Todo esto hace que ahora sintamos esta etapa como especialmente dolorosa. Como decía Unamuno, el amor es el sentimiento que perdura una vez recuperas la posición vertical. Ahora estamos en posición vertical.

Todos estos años, más o menos hasta el 2000, en Cataluña han convivido dos visiones culturales: la pujolista, más identitaria e institucional, y el catalanismo cosmopolita maragallista. ¿Cuál es la visión cultural de ahora? ¿Hay ninguna?

— Te agradezco la pregunta. Pero yo haría un matiz. No eran visiones tan contrapuestas. Quizá complementarias. Había rivalidad entre grandes políticos y partidos hegemónicos, ¿pero qué político ha sido más cosmopolita que Jordi Pujol? Y, además, los ciudadanos de base, como yo, lo que hacíamos era sumar. Colaboré indistintamente con la Generalitat y con el Ayuntamiento. Pujol y Maragall son políticos bastante irrepetibles. Y tenían equipos muy buenos detrás. Ahora tienes la sensación de que no estamos en la misma división. Pero ese país es una brasa encendida. Hay algo que nos ha salvado siempre: la sociedad civil. El problema de hoy es una burguesía muy poco comprometida.

¿Qué complementariedades o consensos nos faltan ahora mismo? Tú habías tenido relación con escritores en español. ¿Se puede recosir todo esto?

— Es uno de los grandes fracasos generacionales. Había habido muchos intercambios y complicidad. Y prácticamente no ha quedado nada. Sólo la relación con Suso de Toro, Xuan Bello y Bernardo Atxaga. A otros muchos te los puedes encontrar en la órbita del PP y de Vox.

¿E internamente, en Cataluña?

— Cuando hemos sumado, ha sido brutal. Recuerdo cuando en el Salón del Libro de París del 2013, con Barcelona de ciudad invitada, llevamos autores en catalán y castellano y se vio cómo Cabré vendía tantos o más libros que Mendoza, Cercas o Vila-Matas. Esta visión política debería recuperarse. Y la ambición cultural. No dejamos de ser una potencia cultural y esto es importante remarcarlo en todos los niveles. Lo que ocurre es que tenemos más talento creativo que capacidad de entendernos. Y tenemos un mercado fragmentado. El día que el perímetro lingüístico coincida con el mercado y el ámbito comunicacional, habremos dado un paso adelante gigantesco.

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