Elegia por el país de los vencidos
Viena publica 'Las hogueras del otoño', de Irène Némirovsky
- Irène Némirovsky
- Viena Ediciones
- Traducción de Josep Maria Pinto
- Páginas: 268 páginas / 20 euros
Aún recuerdo perfectamente, hace veinte años, la impresión que me causó la lectura de Suite francesa, de Irène Némirovsky (1903-1942). Como siempre, tomé. Esta mujer irónica, inteligente, detallista, políglota y cultísima no merecía morir (si es que alguien merece morir), pero fue asesinada el 17 de agosto de 1942 en Birkenau. Tres meses después su marido, Michel Epstein, se desvanecerá por las mismas chimeneas. Eran judíos. Habían nacido en Rusia, huyeron de los bolcheviques, se establecieron en Francia, se convirtieron al catolicismo. Pero para los nazis eran, simplemente, "judíos".
Seguimos en 1942. Una hija de trece años, Denise, conserva una maleta de su madre. Hay fotos, documentos familiares y un último manuscrito de la escritora, redactado con letra minúscula para ahorrar papel. Ella era una autora conocida en Francia: de su libro más famoso, David Golder (1929), incluso se hizo una película. La editorial Proa, además, lo tradujo al catalán en los años 30. Pero este manuscrito de la maleta, esos papeles salvados milagrosamente que van dando vueltas por Francia siguiendo el itinerario de ocultación de Denise y de su hermana Élisabet, están destinados a una gloria distinta, a un tipo diferente de la leyenda.
Suite francesa es una obra monumental, un gran fresco de mil páginas, a la manera tolstoiana, que explica la tragedia de Francia, el país de los vencidos, el país de los mediocres. Pero lo que no sabe Irène Némirovsky es que su obra, inacabada (con tan sólo dos partes de las cuatro o cinco proyectadas), se publicará sesenta y dos años después de su muerte, gracias a la previsora reserva de Denise Epstein.
Después he seguido leyendo a Némirovsky, tal y como iba siendo traducida al catalán. En El baile, por ejemplo, brilla de nuevo su genio. Encontramos también la maestría en el uso del lenguaje y una estrella deliciosa de personajes inolvidables: la histérica y maleducada Rosine Kampf, la madre; el padre distante y descomido, sin digerir aún el golpe de suerte bursátil que le sacó de la pobreza; y esta hija postergada, tratada como una niña, que cueva en su pecho adolescente una venganza rutilante y malévola por no haber sido invitada al baile de sus padres.
Si Suite francesa era tolstoiano, El baile es una delicia balzaciana. Pero es que ahora, con Las hogueras del otoño, que acaba de traducir magníficamente Josep Maria Pinto para Viena, las herencias de Tolstoi y Balzac se aunan de nuevo para construir una obra maestra. Nada menos. En Las hogueras del otoño, la visión crítica y exacta de la sociedad francesa da otro paso de tuerca. Si la Primera Guerra Mundial cerró ácidamente la Belle Époque, lo que ocurrirá en el período de entreguerras es un proceso rampante de pudrición social en Francia, ejemplificado en la odisea patética de Bernard Jacquelain.
Bernard es un héroe de la primera Guerra. Acudió con la pujanza ciega de la juventud, deseando que durara más de las tres o cuatro semanas que pronosticaban en París para poder lucirse. Duró cuatro años. Cuando regresa de las trincheras, Jacquelain es un hombre moralmente deshecho, que ya no cree en nada. Se dedicará a los negocios turbios, se casará con una viuda amiga de la infancia, pero no renunciará a tener una amante. Cuando querrá darse cuenta, el individualismo voraz y amoral de su generación ha conducido a Francia a la derrota ante el viejo enemigo alemán. En Versalles, la ignominia cambia de bando.
También su matrimonio ha hecho aguas. "Los matrimonios felices –escribe Némirovsky– son aquellos en los que los esposos lo saben todo el uno del otro, o aquellos en los que lo ignoran todo. Los matrimonios corrientes se basan en una media confianza".
La media confianza de Bernard y su esposa Thérèse les ha llevado al borde del abismo, pero hay una nota final que quiere ser positiva. La guerra ha terminado. Ahora comienza la amargura de la derrota.